Condenada por una antigua maldición a ver el mundo sólo a través de un espejo mágico, le estaba totalmente prohibido asomarse por la ventana. Así, ella podía ver lo que ocurría fuera pero nadie podía verla a ella. Las gentes del lugar tan sólo conocían su voz, el dulce y melancólico cantar que la acompañaba en su irremediable soledad. Su cantar y sus tapices…
Ocupaba sus horas tejiendo preciosos tapices en los que plasmaba todo aquello cuanto el espejo le mostraba. Conoció así no sólo Camelot sino también al Rey Arturo y a los Caballeros de la Mesa Redonda.
Pero he aquí que un día uno de ellos llamó especialmente su atención y no podía dejar de mirarlo. Era Sir Lancelot, sin duda el más gallardo y apuesto de todos los hombres al servicio del Rey Arturo. Tanto le impresionó que pronto se dio cuenta de que de él se había enamorado sin remedio y de que necesitaba verlo sin la intermediación de su espejo.
Entonces osó asomarse a la ventana y lo buscó en la lejanía… En ese preciso instante el espejo se rompió en mil pedazos mientras que por toda la estancia un viento huracanado levantó por los aires los tapices y los arrojó por la ventana profanada, cayendo por doquier. Su suerte estaba echada.
Lady Shalott huyó del castillo y subió a una barca rumbo a Camelot, esperando llegar antes que la inevitable muerte que sabía que la buscaba. Un cántico de despedida comenzó a emanar de su garganta, cántico que dejaba una estela de honda tristeza a su paso.
Cuando su pequeña embarcación llega a la orilla ya es tarde. Su cuerpo yace ya inerte. En una mano lleva un lirio y en la otra una carta escrita durante el viaje, único testigo ya de su amor desgraciado.
Cuenta que el propio Sir Lancelot, tras conocer esta triste historia, rogó, embargado de una honda emoción, por el alma de la joven Lady Shalott.
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