Un día, Añá, el espíritu del mal, andaba caminando por esas tierras y se encontró con los hombres reunidos alegremente alrededor del fuego. Su oscuro corazón quedó lleno de envidia puesto que esperaba ver al hombre sufriendo a causa del frío. En cambio los halló riendo y compartiendo charlas en paz, sin motivo para discutir o pelear.
Furioso decidió apagar el fuego que reunía a los hombres, por lo que se transformó en viento y arremetió contra las fogatas apagándolas una a una. Las chispas saltaban y volaban de acá para allá, y Añá las perseguía tratando que no quede rastro de fuego. Los hombres se quedaron petrificados a causa del miedo y de la sorpresa del viento nocturno. Todo parecía favorecer las crueles intenciones del mal.
Pero Tupá estaba viendo lo que pasaba por lo que decidió engañar a Añá y transformó las chispas que perseguía en pequeños insectos que al volar se prendían y apagaban fugazmente, y a los cuales llamó Isondúes. Añá, sin tomar conciencia del cambio, continuó soplando atrás de los bichitos que se fueron alejando de los hombres, prendiéndose y apagándose intermitentemente, diseminándose por los montes.
Mientras tanto, Tupá volvió donde estaban reunidos los hombres y les enseño a reavivar el fuego a partir de las brasas que aún permanecían encendidas.
Así fue como nacieron las luciérnagas o bichitos de luz, las cuales todavía andan de aquí para allá mostrando su brillo a intervalos y engañando a Añá, que continúa volando tras de ellas y soplándolas pensando que son las chispas del fuego que reúne a los hombres.
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