Como al rey esto le pareció un castigo demasiado cruel, se establecieron ciertas condiciones que tal vez permitan al soldado conseguir algún día su libertad. Cada tres años puede salir durante breves instantes al exterior. Ha de encontrar entonces a alguien que pague su rescate, el cual consiste en tres monedas prestadas, pensadas y dobladas (es decir, el rescatador tiene que pedírselas a un amigo, hacerle pensar que son para él, y cada una debe valer el doble que la anterior). Si las consigue, tiene derecho a llevarse una pequeña parte del tesoro como premio. Pero hasta el día de hoy eso no ha sucedido, y el soldado sigue prisionero entre aquellas cuatro paredes, consumiéndose poco a poco, tal vez perdiendo la cordura lentamente…
De esta leyenda existen pequeñas variantes. En esencia, me he atenido a lo que se extrae de “Los tesoros de la Alhambra”, relato del costumbrista Serafín Estébanez Calderón publicado por primera vez en 1832. Este narra cómo un estudiante se encuentra con el soldado mientras pasea por las cercanías de la Alhambra. Aunque consigue las tres monedas, el soldado no obtiene la libertad (ni el estudiante parte del tesoro) porque una de ellas lleva la efigie de los Reyes Católicos. Por si alguien tiene curiosidad, la torre que Estébanez Calderón escoge como escenario del encantamiento es la conocida actualmente como Torre de los Picos.
Según otra versión, también protagonizada por un estudiante, la condición para rescatar al soldado consiste en ir acompañado por una joven cristiana y por un sacerdote en ayuno, quien ha de portar una cesta llena de manjares sin intentar comer ninguno durante el camino. Washington Irving escribió también un relato sobre el tesoro encantado, titulado “El legado del moro”, al que sitúa en un subterráneo al cual se accede a través de la Torre de los Siete Suelos. Aquí no hay solo un soldado encantado, sino dos, pero permanecen inmóviles junto al tesoro y no juegan ningún papel en la narración.
La variedad de versiones sobre esta leyenda nos habla de la popularidad de las historias sobre tesoros ocultos, encantados o no, situados en territorios de España anteriormente ocupados por los musulmanes. En la Andalucía post-reconquista algunos cristianos sufrieron una pequeña fiebre del “oro moro”, que afectó a personajes en teoría poco proclives a creer en invenciones, como por ejemplo el navegante Sebastián Caboto, quien excavó varios patios de Sevilla logrando únicamente agujerear su propio bolsillo y su prestigio. Su credulidad resulta sorprendente. A poco que se piense en ello se encuentra razones para dudar de que los musulmanes que rechazaron convertirse al cristianismo dejasen atrás tesoros escondidos durante su progresivo retroceso hacia el sur y su final exilio al otro lado del mar.
Resulta lógico pensar que quien se ve obligado a marchar al exilio, afrontando un futuro incierto, se lleve con él su oro y sus cosas de valor, ya que podrán hacerle falta. Además, quien tiene un tesoro, tiene medios para alquilar mulas y barcas con las que transportarlo, y tal vez hasta unos soldados para vigilarlo. Parece improbable que lo oculte en un lugar al que probablemente no vuelva nunca y se entretenga después en trazar conjuros en el aire. Los musulmanes exiliados o expulsados de la península sólo dejaron atrás aquellos muebles que no podían transportar y las paredes de sus casas.
El único tesoro que hay en la Alhambra es la propia Alhambra. Las auténticas riquezas que nos dejaron los musulmanes fueron sus suntuosas construcciones arquitectónicas, sus conocimientos de agricultura, las obras de Averroes e Ibn Hazm… , en definitiva, su valiosa influencia cultural, y un pasado exótico y maravilloso con el que soñar, como soñaron Serafín Estébanez Calderón y Washington Irving, y como los hacemos nosotros cuando leemos sus relatos o cuando escuchamos las viejas leyendas acerca de moras encantadas, sabios astrólogos y reyes gentiles enamorados de sensuales esclavas.
Me ha gustado mucho.Yo vivo en Granada,y te aseguro que a cualquier hora, es maravillosa.
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