viernes, 5 de mayo de 2017
Leyenda Del Pehuen (Pino De La Cordillera)
El pino es un árbol santo de los mapuches y fueron reuniones
sagradas debajo de su sombra. Consideraron sus piñones como venenosos y
sagrados y no los comieron. Durante un invierno duro con muchos muertos, un
viejito indicó a un chico que los piñones son para comer - y así los mapuches
no murieron más durante ningún invierno pero iniciaron una tradición "del
gran viaje de recolección de piñones a principios del otoño" agradeciendo
el pino con oraciones nuevas.
Desde que Nguenechen (el creador del mundo) los puso en el
mundo, los mapuches adoraron el pehuén (pino), la araucaria patagónica. Pero,
en un principio, los aborígenes que habitaban estas tierras no se atrevían (no
tenían el coraje) a comer su fruto por considerarlo venenoso. Sin embargo,
debajo de su sombra generosa, junto al grueso tronco, se reunían los grupos a
rezar (orar), con sus ofrendas de carne, sangre y humo. Hasta hablaban con él,
confesándole sus pecados. Luego, antes de irse, colgaban de sus fuertes ramas
regalos de agradecimiento. Los frutos, llamados piñones, quedaban tirados en el
suelo.
Pero hubo un invierno muy crudo que se extendió demasiado
tiempo. Tanto, que la tribu se había quedado sin alimentos (p.271), los ríos
estaban congelados y los animales habían emigrado. La gran escasez de recursos
hacía pasar mucha hambre. La tierra se encogía (se escondió) debajo de la
nieve. Muchos resistían el hambre, pero los chicos y los viejos se morían. Los
cazadores salían a buscar comida pero volvían sin nada. Y algunos se perdían en
el intento. Nguenechen (el creador del mundo) parecía no escuchar las plegarias
(oraciones).
Ante la grave situación, se tomó una decisión desesperada.
Se reunieron todos los caciques vecinos y decidieron que los jóvenes se
dispersaran marchando lo más lejos que pudieran hasta encontrar alimentos, que
cada cual buscara por donde le pareciera conveniente. Cualquier cosa sería bien
recibida: bulbos, bayas, hierbas, granos, raíces o carne de animales
silvestres. Pero nadie encontraba nada. Las tribus continuaban muriéndose de
hambre.
Sin embargo, hubo un muchacho que - muy alejado de su ruca -
recorría una región de montañas arenosas y áridas. Volvía hambriento (flojo) y
azulado por el frío, con las manos vacías y la vergüenza de no haber encontrado nada para llevar a
casa cuando, después de una loma (colina), un viejo desconocido con una larga
barba blanca se le puso al lado.
Caminaron juntos un buen rato, mientras el muchacho le
contaba de su tribu, de sus hermanitos, de los enfermos y de todos aquellos que
tal vez ya no volvería a ver cuando llegara. El joven le contaba del hambre que
estaba sufriendo su pueblo.
El anciano lo miró con extrañeza y le preguntó:
-- ¿Acaso no son comestibles todos los piñones que están
bajo los pehuenes? Cuando caen del pehuén ya están maduros. Juntando un poco se
podría alimentar a una familia entera.
-- Los frutos del árbol sagrado son venenosos y Nguenechen
(el creador del mundo) prohíbe comerlos. Además, son muy duros - contestó el
joven.
-- Hijo, a partir de hoy recibirán ese alimento como un
regalo de Nguenechen.
Entonces, el viejo le explicó que a los piñones había que
hervirlos en mucha agua o tostarlos al fuego, y que en invierno había que
enterrarlos para preservarlos de la helada. Y apenas terminó de darle las
indicaciones, se alejó.
El muchacho siguió su camino pensando en lo que había
(p.272) escuchado. No bien entró en el bosque, buscó los piñones bajo los
árboles. Todos los frutos que encontró, los guardó en su manto. Al llegar a la
tribu, contó las instrucciones del viejo. El cacique escuchó atentamente, se
quedó un rato en silencio y finalmente dijo:
-- Nguenechen ha bajado a la tierra para salvarnos.
De inmediato, tostaron o hirvieron y comieron el dulce fruto
salvador. Fue una fiesta inolvidable. Se dice que, desde ese día, los mapuches
nunca más pasaron hambre. Es más, inauguraron una tradición: el gran viaje de
recolección de piñones a principios del otoño.
A la hora de rezar (orar), los mapuches se paran frente al
Sol naciente, extienden hacia él su mano en la cual llevan una ramita de
pehuén, y dicen:
A ti que no nos dejaste morir de hambre,
a ti que nos diste la alegría de compartir,
a ti te rogamos que no dejes morir nunca el pehuén,
el árbol de las ramas como brazos tendidos
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