viernes, 9 de septiembre de 2016
El Hombre Que Se Cayó De La Cama.
Hace muchos años, siendo yo estudiante de medicina, una de
las enfermeras me llamó sumamente desconcertada, y me explicó por teléfono esta
extraña historia: tenían un paciente nuevo, un joven, que acababa de ingresar
aquella mañana; les había parecido muy agradable, muy normal, durante todo el
día... en realidad, hasta hacía unos minutos en que, tras adormilarse un rato,
se había despertado. Estaba muy nervioso, muy raro, no parecía el mismo. Se
había caído de la cama, no se sabía cómo, y ahora estaba sentado en el suelo,
dando voces y armando un verdadero escándalo, y se negaba a acostarse otra vez.
¿Podía, por favor, ir allí y resolver aquel problema?
Cuando llegué me encontré al paciente echado en el suelo
junto a la cama mirándose fijamente una pierna. Había en su expresión cólera,
alarma, desconcierto y cierta divertida curiosidad... pero lo que predominaba
era el desconcierto, con un punto de consternación. Le pregunté si quería
volver a acostarse, o si necesitaba ayuda, pero estas sugerencias parecieron
alterarle y me hizo un gesto negativo.
Me puse en cuclillas a su lado y fui sacándole la historia
allí, echado en el suelo. Había ingresado aquella mañana para unas pruebas, me
dijo. No tenía ningún problema, pero los neurólogos, al comprobar que tenía la
pierna izquierda «holgazana» (ésa había sido la palabra exacta que habían
utilizado) creyeron oportuno ingresarlo. Se había sentido perfectamente todo el
día y al atardecer se había quedado adormilado. Cuando despertó se sentía bien
también, hasta que se movió en la cama. Entonces descubrió, según sus propias
palabras, «una pierna de alguien» en la cama... ¡una pierna humana cortada, era
horrible! Al principio se quedó estupefacto, asombrado, acongojado... jamás en
su vida había experimentado, ni imaginado siquiera, algo tan increíble. Tanteó
la pierna con cierta cautela. Parecía perfectamente formada, pero era «extraña»
y estaba fría. De pronto tuvo una inspiración.
Ya sabía lo que había pasado: ¡Era todo una broma! ¡Una
broma absolutamente monstruosa y disparatada pero bastante original! Era el día
de Año Viejo y todo el mundo estaba celebrándolo. La mitad del personal andaba
achispado; todos gastaban bromas, tiraban petardos; una escena de carnaval.
Evidentemente una de las enfermeras que debía tener un sentido del humor un
tanto macabro se había introducido subrepticiamente en la Sala de Disección,
había sacado de allí una pierna y luego se la había metido a él en la cama para
gastarle una broma cuando estaba aún completamente dormido. Esta explicación le
tranquilizó mucho; pero considerando que una broma es una broma y que aquélla
se pasaba ya un poco de la raya, lanzó fuera de la cama aquella pierna
condenada. Pero, y en este punto perdió ya el tono coloquial y se puso de
pronto a temblar, se puso pálido, cuando la tiró de la cama, sin explicarse
cómo, cayó él también detrás de ella... y ahora la tenía unida al cuerpo.
–¡Mírela! –chilló, con una expresión de repugnancia–. ¿Ha
visto usted alguna vez algo tan horrible, tan espantoso? Yo creí que un cadáver
estaba muerto y se acabó. ¡Pero esto es misterioso! Y no sé... es
espeluznante... ¡Parece como si la tuviera pegada!
La asió con las dos manos, con una violencia extraordinaria
e intentó arrancársela del cuerpo y al no poder, se puso a aporrearla en un
arrebato de cólera.
–¡Calma! –dije–. ¡Tranquilícese! ¡No se ponga así! No debe
aporrear esa pierna de ese modo.
–¿Y por qué no? –preguntó irritado, agresivo.
–Porque esa pierna es suya –contesté–. ¿Es que no reconoce
usted su propia pierna?
Me miró con una expresión en la que había estupefacción,
incredulidad, terror y curiosidad a la vez, todo ello mezclado con una especie
de recelo jocoso.
–¡Vamos, doctor! –dijo–. ¡Está usted tomándome el pelo! Está
usted de acuerdo con esa enfermera... ¡no deberían burlarse así de los
pacientes!
–No estoy bromeando –le dije yo–. Esa pierna es suya.
Vio por mi expresión que hablaba completamente en serio... y
se pintó en su rostro una expresión de absoluto terror.
–¿Dice usted que es mi pierna, doctor? ¿No decía usted que
ha de saber uno si una pierna es suya o no lo es?
–Desde luego que sí –contesté–. Uno debe saber si una pierna
es suya o no. Me parece increíble que uno no sepa eso. ¿No será usted el que
está de broma todo el rato?
–Le juro por Dios que no... uno ha de reconocer su cuerpo,
lo que es suyo y lo que no lo es... pero esta pierna, esta cosa –otro
estremecimiento de repulsión– no parece una cosa buena, no parece real... y no
parece parte de mí.
–¿Qué es lo que parece? –le pregunté lleno de desconcierto,
porque por entonces yo estaba ya tan desconcertado como él.
–¿Qué es lo que parece? –repitió lentamente mi pregunta–. Yo
le diré lo que parece. No se parece a nada de este mundo. ¿Cómo puede ser mía
una cosa así? No sé de dónde puede venir esto...
Su voz se apagó. Parecía aterrado, lleno de estupor.
–Escuche –le dije–. Me parece que usted no se encuentra
bien. Déjenos que volvamos a echarle en la cama, por favor. Pero quiero hacerle
una última pregunta. Si esto, esta cosa, no es su pierna izquierda –él había
dicho que era una «falsificación» en determinado momento de nuestra charla, y
había expresado su asombro por el hecho de que alguien se hubiese molestado en «fabricar»
un «facsímil»– entonces ¿dónde está su pierna izquierda?
Volvió a ponerse pálido, tan pálido que creí que iba a
desmayarse.
–No sé –dijo–. No tengo ni idea, ha desaparecido. No está.
No la encuentro por ninguna parte...
Postdata
Después de publicarse esta historia recibí una carta de un
eminente neurólogo, el doctor Michael Kremer, en la que me decía:
Me pidieron que viese a un paciente muy extraño en el
pabellón de cardiología. Tenía fibrilación atrial y había disuelto un gran
émbolo que le producía una hemiplejia izquierda, y me pidieron que le viese
porque se caía continuamente de la cama de noche y los cardiólogos no podían
descubrir el motivo.
Cuando le pregunté lo que pasaba de noche me dijo con toda
claridad que cuando despertaba en plena noche se encontraba siempre con que
había en la cama con él una pierna peluda, fría, muerta, y que eso era algo que
no podía entender pero que no podía soportar y, en consecuencia, con el brazo y
la pierna sanos la tiraba fuera de la cama y, naturalmente, el resto del cuerpo
la seguía.
Era un ejemplo tan excelente de pérdida completa de
conciencia de una extremidad hemipléjica que no pude lograr que me explicara,
es curioso, si su pierna de aquel lado estaba en la cama con él, a causa de lo
obsesionado que estaba con aquella pierna ajena tan desagradable que había
allí.
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