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domingo, 11 de febrero de 2018

Quienes Fueron Abraham y Moisés

¿Cómo es posible que Abraham y Moisés no dejaran rastro alguno en el antiguo Egipto, pese a ser éste el escenario de gran parte del Antiguo Testamento? Dos investigadores franceses creen haber desentrañado por fin este gran enigma de la Biblia: los hebreos del Éxodo no eran otros que los egipcios de Aket-Aton, la capital sobre la que reinaba Akenaton, el primer faraón monoteísta.

Una relectura de la Biblia a partir de la exégesis de Rachi (1040-1105), autor de un comentario del Antiguo Testamento basándose en el Pentateuco hebreo y la Biblia aramea. Al examinar más tarde las pinturas murales que ornan las tumbas del Valle de los Reyes, los autores descubrieron tras los jeroglíficos diversos símbolos de la lengua hebraica.

Aunque no existe huella alguna, científica o arqueológica, de la salida de los hebreos de Egipto tal como se describe en la Biblia, Roger y Messod han hallado su correspondencia con la expulsión de los habitantes monoteístas de la ciudad de Aket-Aton.

Futuro faraón

Poco tiempo después de que desapareciera el faraón que adoraba a un sólo Dios, Akenaton, hacia 1344 a.C., su capital, ahora conocida como Tell el-Armana, fue desalojada por el futuro faraón Aï, que reinaría poco después de Tutankamon.

Los egipcios de Aket-Aton que fueron expulsados a Canáa, provincia situada a diez días de marcha desde el valle del Nilo, no se llamaban hebreos sino «yahuds» (adoradores de Faraón), que fundaron más tarde el reino de Yahuda (Judea). A partir de esta comparación, Messod y Roger Sabbah han descifrado el Génesis, que reproduce punto por punto la cosmogonía griega.

Abraham, Sarah, Isaac, Rebeca, Jacob, Israel ocultan nombres y títulos de la realeza egipcia. Con la Biblia en la mano, los autores de Les secrets de l’Exode identifican a Aaron como el faraón Hormhed. Moisés era en realidad el general egipcio Mose (Ramesu) que se convertirá después en Ramsés I y Josué, «servidor de Moisés», su primogénito.

Ambos comparten los mismos símbolos (la serpiente y el bastón, los cuernos y los rayos) y un mismo destino, el de servir de acompañantes a los disidentes a través del desierto. Akenaton no era otro que Abraham: la Biblia, al hablar de Abraham, respeta el orden cronológico de la vida del faraón monoteísta y refleja su biografía (su sacrificio, la ruptura con el politeísmo, la destrucción de los ídolos, la separación política y religiosa entre él y su padre, las intrigas entre sus esposas) en perfecta sintonía con la egiptología.

Así se explicaría que no se hayan descubierto en jeroglíficos egipcios testimonios de un pueblo que vivió 430 años en Egipto -210 como esclavos- bajo distintos faraones. También se aclararía cómo los expulsados pudieron instalarse en Canáa, administrada por Egipto a lo largo de toda su historia, sin que la autoridad faraónica reaccionara. Y sobre todo, cómo un pueblo tan impregnado por la sabiduría de Egipto pudo desaparecer tan misteriosamente, sin dejar rastro ni en las tumbas ni en los templos.

Que la Biblia podía ser estudiada como elemento de la egiptología y a la inversa lo adivinaba ya el padre de esta ciencia, Jean-François Champollion: «El conocimiento real del antiguo Egipto interesa igualmente a los estudios bíblicos y la crítica sacra obtendrá numerosas aclaraciones».

Sigmund Freud, fascinado por Moisés, tuvo un presentimiento aún más acertado. Aseguraba que de ser millonario, financiaría las excavaciones arqueológicas de Tell el-Armana, la antigua Aket-Aton. «Me gustaría aventurar esta conclusión: si Moisés fue egipcio, si transmitió su propia religión a los judíos, fue la de Akenaton, la religión de Aton».

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