En el centro de la misma plaza se erguía la inmóvil figura de latón de un hombre con su mano derecha extendida palma hacia arriba, obra probablemente del mismo artesano que fabrico las serpientes. A aquella estatua acudían los mercaderes cuando no se ponían de acuerdo sobre el precio de algún artículo. Entonces el comprador abría la bolsa que contenía sus monedas e iba depositando los ducados, uno a uno, sobre la mano de la estatua. Cuando la cantidad alcanzaba el valor real de la mercancía, la estatua cerraba su mano.
Un día, sucedió que un noble quiso vender uno de sus mejores caballos, para lo cual entabló negociaciones con un vecino de la ciudad. Como a pesar de regatear durante largas horas no llegaban a ningún acuerdo, decidieron acudir al Prodomo a consultar a la estatua.
El comprador comenzó a poner monedas en la mano de latón, tal y como era costumbre, de una en una. Pero, nada más depositar el primer ducado, la mano se cerró, provocando exclamaciones de sorpresa entre los presentes, pues estaba claro que aquel caballo valía al menos 300 ducados, y eso tirando por lo bajo.
El noble, sintiéndose ultrajado por el veredicto de la estatua, montó en cólera con ella. Desenvainó su espada y le asestó un mandoble tal que le cortó la mano de cuajo, inutilizándola para siempre. Sin embargo, era hombre de honor y había prometido acatar lo que dictaminase la figura de latón, así que, una vez calmado, recogió la moneda y se marchó de allí, dejando el caballo al comprador.
El vecino regresó feliz a casa con su nuevo caballo, pero nada más cruzar la puerta de entrada el animal cayó muerto. De toda su compra, los únicos bienes que le quedaron fueron un pellejo de caballo y cuatro herraduras, objetos cuyo valor de venta ascendía exactamente a un ducado.
Esta leyenda se la contaron en Constantinopla al hidalgo cordobés Pero Tafur en el año del Señor de 1437.
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