viernes, 11 de enero de 2019
Las Inexplicables Civilizaciones Antes De La Historia
Gracias al
desarrollo de la ciencia, el hombre se encuentra hoy en el umbral de
las exploraciones espaciales y ante él se abren nuevas perspectivas
de conquistar otros planetas, es decir, una situación en cierto
aspecto similar a la que se encontraban los europeos en 1493, después
de que Colón demostrase que los viajes trasatlánticos eran
factibles. Pero, a pesar del desarrollo de esta ciencia, cada día
más avanzada, el hombre también está cada vez más cerca de otro
Armagedón. Ahora bien, cualesquiera que sean el tiempo o el destino
que nos han tocado vivir, nuestra educación, nuestras tradiciones y
nuestro punto de vista histórico, generalmente optimista, nos ha
condicionado a aceptar como un proceso irreversible la evolución
progresiva de la civilización. Este avance progresivo comenzó en
Mesopotamia y Egipto, desarrollándose perfectamente en el aspecto
religioso y político a través de Palestina, Siria y Grecia, y
perfeccionándose al máximo en el aspecto legal y organizativo
durante el Imperio romano. Durante la Edad Media, este proceso
evolutivo sufrió cierto retroceso, pero luego continuó su marcha
siempre progresiva durante el Renacimiento, el descubrimiento del
Nuevo Mundo y la revolución industrial.
Este progreso de la
civilización parece explicar las crecientes e innatas dotes del
hombre desde los tiempos antiguos hasta nuestros días. No obstante,
aunque el hombre, gracias a su elevada formación científica, es hoy
capaz de examinar más minuciosamente las huellas de su propio
pasado, en la actualidad ha tenido que enfrentarse con ciertos
problemas desconcertantes y poco tranquilizadores, sobre todo, en
estos últimos años. Una especie de interrogante iconoclasta
atormenta cada vez más al investigador de historia antigua: ¿es
posible que existieran otras civilizaciones en la larga historia del
hombre de las que no sabemos nada, o de las que sólo hemos oído
vagos ecos, a menudo confundidas con otras culturas más o menos
familiares para nosotros?
Nuestro concepto de
la historia antigua está grandemente influenciado por nuestra
dependencia de la Biblia, cuyos libros relativos a la Antigüedad
están escritos desde un punto de vista sólo comprensible de forma
aislada. Ello ha tendido a distorsionar el panorama general de las
antiguas culturas y a descuidar completamente algunas muy
importantes, incluyendo la de Minos y la de los hititas. Conserva, al
mismo tiempo, alusiones fascinantes relativas a culturas de extremada
y casi prehistórica antigüedad, como asimismo a civilizaciones tan
lejanas y de las que apenas tenemos referencias como para ser
calificadas de prehistóricas.
No es forzosamente
necesario que analicemos y estudiemos ciertas razas, culturas y
hechos históricos omitidos o descuidados por los escritores bíblicos
y otros famosos historiadores de la Antigüedad, sino más bien
culturas perdidas más antiguas de las que aquéllos son meros
vestigios. El lector se cerciorará de que las soluciones que da el
autor a los «enigmas» de las civilizaciones desaparecidas se
apartan de la historia ortodoxa y entran en un plano puramente
subjetivo. Por ello, un lector que conozca la historia según las
normas tradicionales no estará de acuerdo con lo que Charles Berlitz
afirma. (N. del E.)
¿Acaso los antiguos
mayas, los pre-incas de Sudamérica, los pueblos constructores de
esos extraños montículos de Norteamérica, los asombrosos artistas
que pintaron las antiquísimas cuevas de Europa occidental y Norte de
África, y la población autóctona de la isla de Pascua y de las
islas Canarias, por no citar más que unos cuantos, desarrollaron por
sí mismos su cultura o eran remanentes de unas civilizaciones
muchísimo más antiguas?
Actualmente
disponemos de medios para calcular la antigüedad de los períodos
culturales, que trastornan la idea que teníamos sobre cuánto tiempo
ha vivido el hombre civilizado. Constantemente se descubren nuevos
hallazgos en zonas muy distintas entre sí: una ciudad amurallada
situada en el lugar donde estuvo Jericó, a la que se otorga una
antigüedad de diez mil años, casi en la época de la legendaria
Atlántida. Según estableció en 1650, James Usher, arzobispo de
Armagh (Irlanda), la ciudad de Jericó data unos miles de años
después de 4004 a. C, fecha de la creación del mundo; ello aún
influye sutilmente en nuestro concepto de la edad de la civilización.
(El doctor John Lightfoot, vicecanciller de la Universidad de
Cambridge y contemporáneo del arzobispo Usher, sostenía: «El
hombre fue creado por la Trinidad el día 23 de octubre del año 4004
a. C., a las nueve de la mañana.»).
Más fantástico aún
fue un intento llevado a cabo en 1857 por Phillip Henry Gosse para
justificar la tradición bíblica. Según este autor, durante el
siglo XIX se descubrió grandes cantidades de fósiles. Gosse, una
gran autoridad en zoología marina, sostiene que Dios creó los
fósiles de los animales extintos al mismo tiempo que a Adán y Eva.
Mientras que
nosotros, los hombres de la edad atómica, no nos preocupamos ahora
de la edad de nuestro planeta ni del comienzo aproximado de la Era
Cuaternaria, que se remonta a dos millones de años aproximadamente,
no obstante, nuestros cálculos sobre la edad de la «civilización»
coinciden curiosamente con el concepto bíblico sobre la fecha de
aparición del primer hombre sobre la Tierra. La explicación es muy
simple: para nosotros, nuestros conocimientos sobre la historia y la
civilización se apoyan únicamente en los datos escritos legados por
el pasado.
Pero incluso este
principio comienza a tambalearse. En efecto, inscripciones
paleolíticas hechas con utensilios cortantes en huesos grabados, a
las que se atribuye una antigüedad de treinta mil años, están
siendo estudiadas actualmente a la luz de un nuevo enfoque
científico; se las considera como registros de los ciclos de la Luna
y como anotaciones sobre los largos períodos de las fases lunares,
es decir, una especie de astronomía del «hombre de la caverna».
Tales inscripciones han sido halladas en cavernas en diferentes
lugares de Europa y tienden a cambiar nuestro concepto sobre la
capacidad intelectual de nuestros antepasados, habitantes de las
cavernas.
Lo que parece ser
cartas o escritos, o símbolos preliminares a una forma de escritura,
han sido descubiertos en algunos lugares de España y Francia, y ello
nos indica que la escritura o la escritura simbólica se remonta a
unos ocho mil o diez mil años de antigüedad. En una caverna de
paredes pintadas descubierta en Lussac (Francia), no abierta al
público, se observan unos hombres y mujeres primitivos"
vestidos con una confortable indumentaria de sorprendente trazo
moderno, completamente distinta de aquellas pieles y ornamentos de
hueso con que solemos imaginarnos a los habitantes de las cavernas.
Asimismo, en Rhodesia existe una mina de cobre en la que se ha
comprobado que hace 47.000 años se extraía dicho mineral, lo que
nos lleva a la conclusión de que los desconocidos mineros de la
misma daban una finalidad y un uso al cobre que extraían. Cuanto más
retrocedemos en la historia, más indicaciones encontramos de que
existía una civilización, cuyo alcance aún desconocemos, anterior
a las civilizaciones que nos son conocidas, aunque sean incompletos
los datos que poseemos de ella.
Siempre ha sido un
misterio para los arqueólogos y para los estudiosos de la historia
antigua el hecho de que si una civilización tan altamente
desarrollada e «inclasificada» existió antes de las que nosotros
conocemos, ¿cómo es que no existe una prueba concreta de la misma?
También se ha sugerido que si estas culturas prehistóricas fueron
tan civilizadas, ¿cómo no se ha podido encontrar, entre tantas
excavaciones llevadas a cabo, un simple reloj, una estilográfica o
un mechero? Como respuesta a estos interrogantes, durante los últimos
años se han hecho unos descubrimientos verdaderamente asombrosos,
que implican el conocimiento y utilización de la electricidad por
los antiguos, mediciones de las distancias interplanetarias, pesos y
volúmenes de los planetas, un concepto realista de la Tierra,
incluyendo ciertas referencias a la Antártida miles de años antes
de que fuese descubierta «oficialmente», conocimientos muy
avanzados de cartografía y de geometría esférica, el pulido de
lentes microscópicas, la utilización de computadoras y otros
conocimientos científicos y matemáticos hasta ahora insospechados.
Parece como si
alguien que vivió en nuestro planeta antes que nosotros nos hubiese
dejado mensajes, bajo la forma de ciertos monumentos claves y
construcciones para ayudar a otras razas posteriores a leerlos, para
orientarlas y, en algunas ocasiones, como advertencia contra ciertos
peligros.
Algunos de estos
monumentos aún existen, y algunas estructuras «naturales», que en
principio se pensó eran demasiado grandes para proceder de la mano
del hombre, se ha demostrado que son realmente obras de
extraordinaria calidad. Un ejemplo prominente de lo que acabamos de
exponer lo constituye la gran pirámide de Egipto. Cuanto más la
estudiamos y medimos, más nos vemos obligados a cambiar el concepto
que de ella teníamos, comprobando cuan distinta es de lo que
imaginábamos. ¿Era simplemente una tumba, como suponía el gran
historiador Herodoto? ¿Era algo más que una simple tumba, como, por
ejemplo, una indicación del principal meridiano para los astrónomos
y cartógrafos, olvidándose más tarde esta finalidad? ¿Fue acaso
un colosal reloj equinoccial, un indicador de las épocas de siembra
y cosecha para los millones de seres que laboraban las tierras a lo
largo del Nilo? ¿Era una gigantesca cápsula del tiempo indicadora,
mucho antes de nuestra era, de que existía una raza más antigua,
con grandes conocimientos sobre el peso de la Tierra, la distancia
entre el Sol y la Tierra, una clave para las matemáticas y el año
sideral, una guía para la geografía y la cartografía y,
finalmente, el repositorio de un sistema de medidas prehistórico y
desconocido para nosotros?
La gran pirámide de
Egipto es un hito del pasado que aún permanece con nosotros. Es muy
fácil reconocer que se trata de una masa colosal (¡cómo íbamos a
negarlo teniendo una altura de 45 pisos!), pero no resulta ya tan
fácil demostrar lo que realmente es. Existen otros monumentos en el
mundo cuya finalidad, su verdadera finalidad, aún se ignora; algunos
porque son demasiado inmensos, como el situado en El Panecillo, una
pequeña montaña en las cercanías de Quito (Ecuador), durante mucho
tiempo considerado como una montaña natural, pero aparentemente
construido por el hombre, como asimismo otras construcciones, a
primera vista auténticas estructuras geológicas naturales,
existentes en México, Perú, Brasil, Asia central e incluso en
algunas islas del Pacífico.
Los métodos y los
equipos técnicos de que hoy disponen los arqueólogos son muy
superiores a las primitivas máquinas de los antiguos. Entre los
modernos instrumentos actualmente al alcance de los científicos
están el avión y la fotografía aérea, diminutos submarinos, la
utilización del sonar para exploraciones submarinas, como asimismo
equipos especiales para submarinistas, radar, detectores de minas,
magnómetro de cesio para la exploración del subsuelo. Aparte de
todo esto, se posee grandes conocimientos de las lenguas antiguas y
se dispone de una nueva técnica para restaurar, limpiar y
reconstruir objetos arqueológicos; y lo que es mucho más
importante, establecer su antigüedad mediante la utilización de la
técnica del carbono 14.
Resulta curioso
comprobar que la mayoría de los adelantos en las modernas
investigaciones arqueológicas son fruto de los artefactos militares
utilizados en la Segunda Guerra Mundial. En efecto, muchos
descubrimientos arqueológicos se han llevado a cabo gracias a las
fotografías aéreas obtenidas por los pilotos de guerra mientras
efectuaban el reconocimiento de terrenos enemigos. Por ejemplo,
gracias a estos reconocimientos aéreos ha sido posible descubrir el
puerto hundido de Tiro como asimismo otros puertos antiguos del
Mediterráneo actualmente bajo las aguas. Del mismo modo, el plano de
las calles y canales de la perdida ciudad etrusca de Spina, cubiertos
durante siglos por las marismas junto a Venecia, la hundida ciudad de
diversiones de Baiae (ciudad romana equivalente a la actual Las Vegas
de Estados Unidos), como asimismo numerosas ciudades mayas en
Centroamérica y ruinas arqueológicas preincaicas en Sudamérica
cubiertas por la exuberante vegetación selvática, deben su
descubrimiento al aeroplano. Bastará un simple ejemplo para
demostrar los grandes conocimientos que tenemos del pasado gracias a
la fotografía aérea: cerca de Persépolis (Persia), cuatrocientos
insospechados emplazamientos fueron descubiertos durante un vuelo de
trece horas de duración, y unas fotografías aéreas de una zona
cercana demostraron detalladamente (en un terreno sólo visible desde
el aire) el plano de una ciudad antigua que una expedición
arqueológica había intentado localizar sin resultados positivos
durante cerca de año y medio.
Así pues, gracias a
los modernos artefactos de guerra se ha conseguido, en grado sumo,
localizar y estudiar las antiguas civilizaciones, muchas de las
cuales fueron destruidas por los conflictos bélicos, lo que
constituye un convincente argumento sobre los procesos cíclicos del
progreso: guerra, devastación y nuevo despertar. Hecho este que
hemos podido comprobar a lo largo de toda nuestra historia.
A medida que
examinamos la superficie de la Tierra, su subsuelo, el fondo de los
lagos, mares y ríos, las cordilleras continentales bajo el mar, e
incluso los grandes abismos y profundidades, no sólo encontramos
pruebas de las huellas del hombre, sino de civilizaciones
«inclasificadas», de las que sólo sabemos muy poco o nada, y que
han desaparecido por motivos aún desconocidos. En realidad, cuando
estudiamos estas reminiscencias culturales de lo que presumimos
fueron pueblos primitivos, el misterio se oscurece más aún. ¿Cómo
podemos explicar la zona de Nazca, en la costa del Perú, donde todo
un desierto está marcado, durante una extensión de cientos y
cientos de kilómetros cuadrados, con lo que parecen ser planos
cósmicos, diagramas, símbolos y dibujos de animales, sólo visibles
desde el aire? El científico se siente inclinado a especular sobre
cierta conexión cultural con lugares tales como el gran Zodiaco de
Glastonbury (Gran Bretaña) situado en un círculo de 48.300 metros
de circunferencia, o las enormes piedras, perfectamente ajustadas,
de Carnac, en Bretaña (Francia), o las rocas de Stonehenge, en
Salisbury Plain (Gran Bretaña) e incluso con los misteriosos
montículos del Valle del Mississíppi y otros lugares del centro de
Estados Unidos; inmensas construcciones de tierra y montículos
piramidales en perfectos círculos encuadrados dentro de otros
círculos, romboides, polígonos y elipses de exactas medidas, como
asimismo representaciones de animales y serpientes no siempre
visibles desde el suelo, pero perfectas cuando son observadas desde
arriba.
Resultan
inexplicables las enormes murallas preincaicas de los templos pétreos
en las altiplanicies y montañas de los Andes, no sólo en cuanto al
sistema de transporte que utilizaron sus constructores, sino también
por el ajuste asombrosamente exacto y casi caprichoso de los bloques
de granito pluriangulares de cientos de toneladas de peso.
Desde que se
descubrió el método del carbono 14 para calcular la antigüedad de
los objetos arqueológicos (aunque, desgraciadamente, no puede
aplicarse a la piedra), se han llevado a cabo varios intentos para
establecer la antigüedad de muchas «inexplicables» ruinas del
pasado, consiguiéndose asombrosos resultados en algunos casos. (¡Al
gigantesco Zodiaco de Glastonbury se le calculó una edad de quince
mil años!) A medida que retrocedemos en las etapas culturales del
hombre, nos encontramos con que no sólo hemos dejado muy lejos
aquella fecha de 4004 a.C. en la que el obispo Usher estableció el
año de la «creación» (que, por extraña coincidencia, corresponde
vagamente a un relato histórico que la ubica en una zona entre
Egipto y Sumeria), sino que podemos situar la civilización en un
punto anterior al último periodo glacial.
Existen otros muchos
sistemas para calcular o establecer la edad de los artefactos o
construcciones, pero el método del carbono 14 es el más exacto
hasta hoy día. Este método consiste en lo siguiente: cualquier
materia orgánica pierde la mitad de su carbono cada 5.600 años; por
lo tanto, reduciéndola en un reactor y pesando los residuos, una
constante más o menos variable —generalmente equivalente a 280
años— puede ser establecida. El único inconveniente de este
método es que destruye los materiales sometidos a análisis.
Considerando las fechas anteriores a Jesucristo que encontramos en
los textos de historia antigua, algunas, establecidas por el método
del carbono 14, resultan realmente chocantes.
Anteriormente a la
utilización del carbono 14, algunas de estas fechas ya se presumían,
viniendo dicho método a confirmarlas más adelante, pero otras
tienden a situar la Prehistoria mucho más atrás. Por ejemplo, la
mina de hierro de 43.000 años de antigüedad nos da a entender que
nuestros antepasados no eran tan incivilizados como suponíamos.
En los muchos miles
de años existentes entre el advenimiento de la inventiva y el hombre
artista de Cro-Magnon existe un intervalo de tiempo que abarcaría,
si pudiéramos localizarlo, muchos siglos de cultura y de
civilización. Una vaga memoria de todo esto quizá haya llegado
hasta nosotros disfrazada de leyendas sobre el gran diluvio, un hecho
muy común a casi todos los pueblos antiguos, o también como
tradiciones sobre la destrucción de la humanidad (generalmente como
un castigo divino a la maldad del hombre) por medio de terremotos,
diluvios, fuego, erupciones volcánicas o hielo. Cualquiera que haya
sido el motivo para la persistencia de estas leyendas y tradiciones
hasta nuestros días, todo ello nos transmite una especie de
advertencia (probablemente debido a la casta sacerdotal para
preservar la moralidad y la obediencia). Ahora bien, estas leyendas
se hallan tan extendidas, que, lógicamente, parecen ser memorias de
cambios en la superficie de la Tierra: cataclismos, períodos
glaciares, tremendas explosiones volcánicas y espantosos diluvios,
nacimiento de las montañas y hundimiento de las tierras bajo el mar.
Desde la antigua
India a la antigua América, a través de todas las tierras
existentes entre ambas, siempre encontramos la misma historia de
catástrofes que casi barrieron a la humanidad de la superficie de la
Tierra; sólo unos cuantos supervivientes se salvaron al refugiarse
en cavernas, en altas montañas o flotando en botes o arcas. En la
mayoría de los casos, entre los supervivientes se encontraban un
hombre privilegiado y elegido, acompañado por una o más mujeres;
algunas veces con familias enteras y otras con una selección de
animales y pájaros, cuya especie variaba según la parte del mundo
en que la leyenda era vigente. En cada caso, los supervivientes
regresaban sanos y salvos dando comienzo una nueva civilización.
Algunas veces, la
catástrofe fue considerada como un diluvio universal, tal como se
presenta en la tradición judeocristiana, una idea compartida por
todos los pueblos de Oriente Medio. En las tradiciones de la India
adopta la forma de toda una serie de cataclismos, donde el dios
Visnú, el Preservador, salvó a la humanidad de nueve grandes
desastres; y se cree que aún la salvará de otra más. En el antiguo
México, los toltecas creían que el mundo había desaparecido, o
casi desaparecido, tres veces, incorporando esta creencia a su
sistema de calendario, más adelante adoptado por los aztecas. Según
la tradición calendaría tolteca, la primera edad de la Tierra se
llamaba El Sol del Agua, durante la cual la Tierra fue destruida por
los diluvios; la segunda edad era El Sol de Tierra, cuando el mundo
fue destruido por los terremotos; la tercera edad fue la de El Sol de
los Vientos, en que la destrucción fue causada por los vientos
cósmicos. Según este pueblo, aún nos encontramos en la cuarta
edad, llamada El Sol del Fuego, que deberá terminar con una tremenda
conflagración general, un augurio plenamente compartido por los
profetas actuales sobre la ruina atómica de nuestro planeta.
Esta teoría de
periódicas catástrofes, que daban lugar a nuevas civilizaciones,
era generalmente aceptada y a menudo comentada en la Antigüedad,
aunque no tan lúcidamente como lo hiciera el gran filósofo griego
Platón, quien la utilizó en su famosa obra Timeo. En esta obra,
Platón describía la visita de su famoso antepasado Solón, el gran
legislador y filósofo ateniense, a algunos sacerdotes egipcios en el
templo de Neit, en Sais. En el Timeo, Solón aparece discutiendo con
dichos sacerdotes la antigüedad de su linaje, cuando uno de estos,
«de muy avanzada edad», aprovecha la coyuntura para hablar de la
Antigüedad, de la importancia de los viejos códigos y de las
catástrofes que asolaron la Tierra. Las palabras de Platón, más o
menos deformadas, ya que fueron pronunciadas hace más de dos mil
años, nos proporcionan un vivido comentario sobre la Antigüedad,
antes de la Antigüedad, como asimismo sobre los ciclos recurrentes
de la civilización.
En la obra de
Platón, el sacerdote egipcio dice: « ¡Oh Solón, vosotros, los
helenos, no sois más que niños, y no existe un solo heleno que sea
viejo..., todos sois jóvenes; no poseéis un solo concepto antiguo
que se halle respaldado por la vieja tradición, ni ninguna ciencia
que se haya encanecido con el curso de los años.
Y te explicaré la
razón de ello: ha habido, y volverán a haber, muchas destrucciones
de la humanidad, motivadas por muchas causas. «Existe una historia
que vosotros, los helenos, habéis sabido conservar. Según ésta,
Faetón, hijo de Helios, unció los corceles al carro de su padre, y
por no saber conducirlo como su progenitor, quemó todo lo que había
sobre la faz de la Tierra, siendo destruido él mismo por un rayo.
Ahora bien, aunque esto parece un mito, en realidad significa una
decadencia de los cuerpos que se mueven alrededor de la Tierra y en
los Cielos, y una gran conflagración de cosas que suceden en nuestro
planeta durante largos intervalos de tiempo: cuando esto suceda,
aquellos que viven en las montañas y en los lugares secos y elevados
se verán más amenazados de destrucción que aquellos que habiten
junto a los ríos o a las orillas del mar; es por este motivo que el
Nilo, nuestro eterno protector, nos salvó y liberó.
»Por otro lado,
cuando los dioses castigan a la Tierra con un diluvio de agua,
vuestros ganaderos y pastores montañeses son los supervivientes,
mientras que los que habitan en las ciudades son arrastrados por los
ríos al mar; pero en nuestro país, ni ahora ni nunca, el agua llegó
de los cielos que cubren los campos, sino de las profundidades de la
Tierra. Por este motivo, las cosas que hemos conservado en nuestro
país están consideradas como las más antiguas.
»...Y pase lo que
pase en vuestro país o en el nuestro, o en cualquier otra región
del mundo que conozcamos, todo hecho noble o grande o digno de
encomio, todo ha sido registrado por escrito en los viejos códices
que se conservan en nuestros templos; mientras que los helenos y los
habitantes de otras naciones sólo disponéis de escritos y de otras
cosas que necesitan los estados. Por este motivo, y en su momento
adecuado, un diluvio desciende del cielo, cual una pestilencia, y
arrastra a todos aquellos que carecen de cultura y educación, por lo
que tenéis que comenzar de nuevo como si fuerais niños, ya que
ignoráis lo que sucedió en los tiempos antiguos tanto en vuestro
pueblo como en el nuestro.
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