lunes, 3 de septiembre de 2018
Leyenda de las Velas del Jubileo
Sucedió en la antigua Catedral en la Plaza Mayor. En la
angosta y pobre Catedral de México, por ser pequeña no mereció alabanzas. Se
levantaba en la Plaza Mayor y la menor, que las dos, después se llamó Placeta
de Marqués y frente a ella el palacio de Hernán Cortes Marqués del de Valle de
Oaxaca.
Fue construida en 1525 como parroquia y quedó como iglesia
en 1530, el Papa Clemente VII le dio el rango de Catedral.
En esa Placeta estuvo el templo de tezontle, del gremio de
los talabarteros en la que se adoraba a la Santa Cruz. Detrás de ella el Portal
de los Chapineros que era del Estado y Marquesado del Valle.
En el año 1733 o 34 demolieron estos portales en el año 1834
la tiraron completamente. En ese lugar en tiempos pasados estaba el templo de
nombre “Tozpalatl” manaba una fuente muy venerada de aguas claras, en las que
bebían los fieles por devoción a la fiestas de Huitzilopochtli, hacían rituales
de purificación los sacerdotes de esa "horripilante deidad".
A lo largo de la pequeña iglesia de la Catedral, de Oriente
a Poniente se abría la puerta mayor entre dos pilastras, a una caía hacía la
Placeta del Marqués, la otra hacía el lado contrario que la nombraban de los
Canónigos, esta iglesia era de la Asunción de María Santísima y su imagen de
gran tamaño, era de oro macizo de primorosa hechura.
Los brutos capitulares mandaron a fundir esa joya. Con las
enormes piedras del gran Teocalli, que erguía su alta mole en medio de la gran
Tenochtitlan, macizaron los cimientos en la que se fundó tan menguada fábrica y
aún para labrar las columnas y basamentos de sus tres naves, en la que se
hincaban de rodillas los indios y lloraban sin consuelo.
Los frailes decían que el llanto era de puro arrepentimiento
que sentían los indígenas de sus maldades. Ingenuos misioneros, aquellos
grandes lloros era porque se sentían en gran desamparo, abandonados de sus
dioses que veían por los suelos todos despedazados.
Este templo se consideraba indigno, insignificante, poca cosa,
para una gran ciudad como México. En los años 1551 y 1552, se tenia que hacer
“una de acuerdo a la grandeza de la Colonia”. Empezaron los hondos cimientos
para que se erigiría el magno edificio y alzaron algunos muros, pero vieron que
iba a pasar muchos años para terminar esa grandiosa construcción.
Chica pero era mucha utilidad, ahí hubo esplendidas
ceremonias religiosas y otros atrayentes suntuosidad de otros actos. Solo,
cuando eran actos importante se prefería otra iglesia para celebrarlos, como en
san José de los Naturales que estaba en el convento de San Francisco.
En el año 1528 no había autoridad eclesiástica en la Nueva
España, llegó a manos del gobernador de la ciudad, Alonso de Estrada un mensaje
del Papa reinante Clemente VII, quien otorgaba la gracia singular a los
habitantes de México de que ganasen el jubileo, privilegio que solo Roma lo
alcanzaba y eso cada 25 años.
Llegaron las letras pontificias al Ayuntamiento y se acordó
la propuesta, el Gobernador que el “día primero de Pascua de Resurrección y el
de Navidad” para que aprovecharan los beneficios del Padre Santo. Se dispuso
que el altar mayor de la Catedral fuese el lugar de ese ejercicio, en el cual
se alcanzaba indulgencia plenaria, solemne.
Se le comunicó al cura de la iglesia Ginés Uceda a fin de
que preparara todo lo necesario para un gran lucimiento y pompa de la ceremonia
jubilar.
En la ciudad, que apenas empezaba alzarse, ahí estaba toda
la piedra de la destruida Tenochtitlan, se encendió una gran fiesta que
pregonaban gozo y alegría en las casas, había gente que lloraba de contentos
otros se daban parabienes.
En esos mismos días era la boda de Doña Elvira de Zarzosa,
de alcurnia y tiesa doncella que tenía historial heráldico y Francisco Xavier
Quiñones pariente cercano de Alonso de Estrada, el bronco Gobernador.
Ella quería casarse en San José de los Naturales, era grande
y así alcanzaría mucha concurrencia, después se le antojó que la casara el cura
Ginés Uceda en la pequeña Iglesia Mayor. El cura dijo, que gustosísimo que sabía
que el templo quedaría adornado hermosamente por el acto. Pero el cura sabía el
mal carácter tenía el tal Estrada, el atropellaba a cualquiera, le valía la
ley, solo su nombre era temido así que no le sacaba ningún enojo.
El cura adornaba y era el policía de su iglesia. Consiguió
telas para adornar las paredes y consiguió muchos objetos de plata plata,
jarras bandejas, fuentes, garrafas etc. Para el buen ver de las mesas para
engalanar el altar mayor, exquisita obra de Andrés de la Concha enriquesida con
pinturas del inquisidor Simón Pereines, además compró mil adornos , casi todas
las velas de cera de la ciudad, para realzar aquella belleza.
Hacía poco que llegó un navío con abundancia de todo lo
necesario para hacer cirios, velas gruesas para los templos y para las casas.
Cuantos cirios y velas pudo, adquirió el cura Ginés Uceda. Faltaron jarrones,
para poner las flores, las que habían en olorosas cargas estaban en el humilde
recinto, el padre estaba seguro de tener contento al Gobernador.
La frívola Doña Elvira, ahora se le antojó casarse en la
capilla de la Casa de Cabildos, era reducida, solo para que alcance su cuidada
selección de invitados, en los otros templos entrarían otras personas de
calidad baja, se lo comunicó al padre Ginés y desde luego se molestó, que le
hicieran menos precio de su templo y que no estimaban lo que había preparado
con mucho trabajo y dinero. Por el desaire el padre Ginés se encabronó, le
dijo, de cosas a Alonso de Estrada y a Doña Elvira a esta de sus pecados y al
otro falta de calzones y le echaba sonoros verbos y sentencias despampanantes
muy a la real España.
Aquel pulido adorno de su iglesia serviría para la
“celebración del jubileo” y aún pidió más adornos de plata y se lo traían, le
llevaron altos pinos dorados para adornar más el atrio mayor. Al día siguiente,
de la boda, se celebraba el jubileo y las personas esperaban con mucho
regocijo, todos iban a admirar la iglesia llena de lucidos esplendores.
La Capilla de las Casas Consistoriales, no había en ellas
sus objetos propios, la más pulidas platas de las casas ricas ya estaban en la
iglesia Mayor, los pudientes no tenían que prestarle a la capilla, Sobre todo,
lo más grave no había velas de cera por ninguna parte; el cura Ginés requisó
todas de la ciudad, los que la fabricaban se las dio a buen precio, otros que
las tenían en sus casa se las regalaron al fraile para aumentar la pompa del
beneficio del jubileo que revertía la medida del gozo.
Francisco Javier Quiñones dijo; es cosa fácil esta
dificultad, se pide prestado al padre Ginés unas cuantas velas y cirios de esos
cuatro y doce no son muchas.
El clérigo dijo, que no, que no daba nada y el Gobernador
tornó su ruego, que si no lo quería facilitar entonces que le pagaría lo que
pidiera, necesitaban velas y vino de
consagrar y recibió un rotundo ¡no!.
Molesto, Francisco Quiñones fue por Alonso Estrada que era
conflictivo, para acordar y ver los dos al padre Ginés y diera en el acto las
velas tan necesarias para el altar de la capilla municipal.
Sabedor que iban los dos señores a la iglesia mandó a que
quitaran con la mayor prisa toda la cera del altar, la ocultó lo mejor que
pudo, solo dejó en el altar dos consumidos cabos que levantaban apenas sus
débiles llamas. El párroco sonriente, fino y amable, recibió a los dos
caballeros, les ofreció silla y cojín para sus pies, les ofreció una bebida
para tomar con ellos que lo tenía en la sacristía. Dijo el Estrada, con
autoridad y tono fuerte, que iban por la cera necesaria para el casamiento y el
sacerdote en actitud humilde, acentuando más la amabilidad respondió: -Aquí no
hay más cera que las que arde-. Y los vio con una delicada sonrisa.
A los dos caballeros le centellaron los ojos con fuego.
Quiso emparejar su furia como la de su pariente el déspota Gobernador que era
soberbio y cruel.
Siempre usó injusticias y crueldades. A todos tenía
fastidiados de su tiranía y avaricia ¡Bueno era él para quedarse tranquilo con
la respuesta ladina del cura!. Mandó a unos soldados a buscar y revisar todo el
templo, para ver en que lugar que estaban escondidas las codiciadas velas,
fueron los militares que encontraron los cajones, unos en la sacristía, otros
detrás del altar, hasta en la azotea del templo. Se escandalizó toda la ciudad
de la irreverencia, la gente no recordaba maldición o palabrotas en contra del
pernicioso Gobernador, que solo gobernaba por su interés y capricho. A todos
maltrataba con insolencia, sin respetar ningún fuero de justicia.
Fue todo esplendor. Volvió la cera más mermada a la Catedral
para la celebración del jubileo y el primero que se presentó a ganarlo fue
Alonso de Estrada, ¡el muy hipócrita, el muy miserable! No alzaba los del ojos
del suelo, era vivo ejemplo de humildad. ¡Caramba con el! La Iglesia Mayor
resplandecía de hermosura. Era una viva refulgencia de luces. Hería los ojos su
resplandor.
Después hubo una inevitable queja al Emperador, maldito el
que se ocupaba de esas nimiedades. El cura Ginés hizo larga querella del
agravio. El gobernador Alonso de Estrada y su pariente el Quiñones se
defendieron de los cargos, falseando la verdad con embustes, según era su
costumbre. Transcribieron al monarca la frase mentirosa que les dijo el cura
“Aquí no hay más cera que la que arde” cuando dolorosamente tenía mucha
escondida. La frasecilla corrió con buena suerte desde entonces tanto en España
como en México se dijo para significar con ella que uno no tiene más que lo que
se ve de aquella especie de que se trata.
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