domingo, 9 de septiembre de 2018
La Leyenda Del Tesoro De Pichilingue
Cuando en el siglo XV se iniciaron los viajes de los
galeones de Manila recorriendo la ruta de Filipinas a Acapulco, aprovechando la
corriente del Kuro Sivo que pasa frente a la península de California, muchos
barcos piratas acechaban su paso con el fin de apoderarse de las riquezas que
traían. Uno de esos galeones, el Santa Ana, fue apresado por el corsario Thomas
Cavendish frente a las costas de San José del Cabo y después de apoderarse del
botín lo incendiaron.
En 1615, otro pirata de origen holandés, Boris Von
Spilbergen, salió del puerto de Vlissinger rumbo al continente americano en
busca de los galeones a los que por cierto nunca encontró. En su recorrido
llegó a las costas de la Baja California y se cree que sus barcos se refugiaron
en la bahía de La Paz. Andando el tiempo esos piratas fueron conocidos como
“Los Pichilingues”. La leyenda dice: “Corría el siglo XVI cuando fue
inaugurada, en el año de 1565, la ruta marítima Manila-Acapulco, cuyo primer
recorrido estuvo a cargo del fraile Andrés de Urdaneta. Desde esa fecha mil
galeones siguieron el mismo camino durante 250 años, trayendo de Asia telas de
seda, artículos de jade y marfil, muebles tallados, perlas y joyas valiosas. De
la Nueva España se llevaban cacao, cobre, plata y otros productos.
El establecimiento de este comercio entre los dos
continentes despertó la codicia de otras potencias como Inglaterra, que
permitió a piratas de su país asaltaran a los galeones en sus travesías. Uno de
estos corsarios fue Francis Drake, quien en el año de 1578 recorrió todo el
literal del Océano Pacífico atacando y saqueando puertos, apoderándose de
buques españoles. El botín así adquirido fue muy valioso, sobre todo por el oro
y la plata que contenía.
Uno de los barcos que asaltó fue la Nao “Santa Fe” a la
altura de Cabo Corrientes, que llevaba en su interior un riquísimo cargamento
de monedas de oro, perlas y joyas. Perseguido de cerca por dos embarcaciones
españolas, se dirigió al norte rumbo a la península de California. Penetro en
la bahía de La Paz y fondeó frente a la isla de San Juan Nepomuceno que enmarca
la bahía de pichilingue. Ahí, ante la amenaza de sus perseguidores, Drake
decidió esconder el tesoro amparado por las sombras de la noche. Acompañado de
tres hombres de su entera confianza bajó a tierra y en uno de los declives de
la isla sepultó los cofres del tesoro, no sin antes tomar las debidas
referencias geográficas para su posterior recuperación.
En ese lugar permaneció cinco días esperando que pasara el
peligro, al cabo de los cuales el barco desplegó sus velas y enfiló al sur, con
el fin de pasar por el Estrecho de Magallanes y retornar a su patria, llevando
en sus bodegas parte de las riquezas obtenidas en sus correrías por los mares y
costas del continente americano.
Lo que fue un secreto quedó al descubierto, por que unos
indios pericués, que habían llegado unos días antes a las costas de la bahía
provenientes de la isla de Espíritu Santo donde tenían su residencia,
observaron de cerca los movimientos de los piratas, aunque sin saber con
certeza lo que ocultaron. Así, de boca en boca, fue transmitiéndose la noticia
hasta llegar a oídos de los colonizadores españoles, quienes de apresuraron a
buscar el botín.
Han pasado más de 400 años y el tesoro no ha sido
encontrado. Existe la creencia de que Drake simuló enterrarlo, pero lo que hizo
en realidad fue arrojar los cofres al mar sujetos a una pesada ancla a fin de
evitar que las corrientes marinas lo arrastraran. Prueba de ello es que en una
ocasión dos pescadores que recorrían las aguas de la ensenada de Pichilingue,
vieron brillar “algo” en la superficie, y al acercarse encontraron una plancha
de fierro parecida a un cincho que trataron de halar sin lograrlo, porque
estaba sujeto en el fondo.
Como esto sucedió al atardecer, decidieron permanecer en el
lugar, acondicionando un lugar para pasar la noche. En la madrugada se
levantaron y al dirigir la vista al sitio donde apareció el objeto metálico,
éste había desaparecido y en su lugar rizaban las tranquilas aguas.
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