sábado, 7 de marzo de 2020
Los Enigmáticos Libros de la Sibila de Cumas
Las sibilas eran
profetisas del dios Apolo. Durante la Antigüedad existieron varias
diseminadas por el mundo helénico. El santuario de la de Cumas
estuvo en funcionamiento en torno a los siglos V y VI a.C. en esta
colonia griega situada sobre la cima de una montaña volcánica
ubicada al noroeste de la bahía de Nápoles. La gruta de la Sibila
se encontraba en las faldas del monte.
Quien quisiera
consultar a la Sibila debía acudir a la caverna y atravesar su recta
galería, de ciento siete metros de longitud, flanqueada por otras
doce galerías más cortas a través de las cuales entraban los rayos
del sol creando un vistoso efecto de alternancia entre luz y
oscuridad. Al final había un vestíbulo en el cual el visitante
esperaba a que se le comunicase el veredicto de la Sibila. Según
cuenta Virgilio en la Eneida, esta transmitía su oráculo a través
de aquellas aberturas laterales mediante cien voces distintas.
En la época
imperial hacía tiempo ya que la Sibila de Cumas había callado para
siempre. Sin embargo, su fama se conservaba intacta, así como su
prestigio. Cuando un peligro amenazaba a la República, y más tarde
al Imperio, los magistrados romanos intentaban conocer los designios
divinos antes de tomar cualquier decisión. Para ello recurrían a
diversos métodos, siendo el más habitual la observación de las
aves; pero en ocasiones los dioses permanecían mudos o su mensaje
resultaba ininteligible. Entonces, como último recurso, y si la
gravedad de la situación así lo requería, el Senado ordenaba
consultar los Libros sibilinos, una misteriosa recopilación de
oráculos que según la leyenda habían sido realizados por la Sibila
de Cumas, y en los cuales se encontraba la respuesta a cómo
proceder.
De la Sibila de
Cumas se contaban muchos hechos maravillosos. Se decía que había
nacido en la localidad griega de Eritras. El dios Apolo, que estaba
enamorado de ella, había prometido concederle el deseo que quisiera.
Ella pidió vivir tantos años como granos de arena pudiese contener
su mano, a lo que Apolo accedió, con la única condición de que
nunca regresase a su patria. Exiliada en Cumas, vivió más de 900
años, hasta que accidentalmente una carta proveniente de Eritras
llegó a su poder. El sello de esta carta era de tierra, y la Sibila,
al verla, murió casi en el acto.
Otra leyenda decía
que la Sibila olvidó pedirle a Apolo que acompañase el don de la
longevidad con el de la juventud. Poco a poco fue envejeciendo,
disminuyendo de tamaño y arrugándose, hasta quedar convertida en un
ser diminuto al que, como si se tratase de un canario, metieron
dentro de una jaula que fue colgada en el templo de Apolo. Cuando los
niños se burlaban de ella preguntándole qué deseaba, ella
respondía: “Ya solo quiero morir”.
Con respecto a la
llegada de los libros sibilinos a Roma, la tradición afirma que la
Sibila de Cumas, cuando aún era lo suficientemente joven como para
valerse por sí misma, había acudido a Roma a venderle al rey
Tarquino el Soberbio nueve libros con sus predicciones. Tarquino se
negó, esperando que la Sibila rebajase sus pretensiones económicas,
pero entonces ella quemó tres libros, y le ofreció los seis
restantes por el mismo precio. Como Tarquino rechazó la oferta, ella
repitió la operación. Finalmente, el rey accedió a comprar los
últimos tres libros.
Al principio, los
libros se guardaban en un cofre de piedra del templo de Júpiter
situado en el Capitolio. Su custodia recaía sobre un colegio
sacerdotal formado primero por diez miembros (los decemuiri) y más
tarde por quince (los quindecimuiri) nombrados entre personajes
públicos. Ellos eran los únicos que podían leer los libros, y
quienes los interpretaban (empleando procedimientos que se
desconocen) cuando su consulta era aprobada por el Senado. Las
recomendaciones que extraían de ellos hacían referencia sobre todo
a rituales, sacrificios y ceremonias que Roma debía realizar para
congraciarse con sus dioses.
En el año 82 a.C.
un incendio destruyó el templo de Júpiter, y con él los libros
proféticos, que fueron reemplazados por una recopilación de
oráculos procedentes de distintas fuentes latinas, griegas y
orientales. Octavio Augusto ordenó copiar estos nuevos libros, que
eran nueve, y depositarlos en dos cofres de oro ubicados en el templo
de Apolo del Palatino. A finales del siglo IV o principios del V,
fueron destruidos por el general Estilicón, ya en las postrimerías
del Imperio.
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