domingo, 3 de noviembre de 2019
Lohengrin, El Caballero del Cisne
Según una leyenda
germana que nos llega desde la Edad Medida, en un tiempo muy lejano,
en la ciudad de Cleves, la duques Elsa había quedado viuda. Aparte
de la inmensa tristeza por la muerte de su marido, la angustia se
hizo dueña de ella al ver que, nada más enterrar el cuerpo de su
esposo, ya había alguien dispuesto a reclamar el ducado. Y ese no
era otro que uno de los vasallos del difunto duque, un sujeto llamado
Telramund. Era tan grande su arrogancia y osadía que incluso llegó
a pedir en matrimonio a la reciente viuda, alegando que sólo así
podría seguir siendo duquesa.
Elsa, la joven y
hermosa viuda, rogó a los caballeros del ducado que la ayudaran a
derrotar a aquellos que querían usurpar el lugar que había ocupado
el ya fallecido duque. Aún así Telramund, lejos de asustarse y
seguro de que nadie se atrevería a enfrentarle, retó a todos a
medir sus fuerzas de uno en uno en combate.
Llegó el día de la
gran prueba y Elsa, vestida de luto y con el alma acongojada pero con
porte digno, apareció en la explanada del castillo donde esperaba la
multitud y los caballeros blandían sus lanzas y vestían sus
brillantes armaduras.
Entonces, el malvado
Telramund salió ante los presentes y cogiendo la mano de la viuda,
la levantó y desafió a los soldados para que la consiguieran y así
obtener el ducado. Sus seguidores rompieron en aplausos y gritos de
apoyo, mientras la multitud que observaba el espectáculo se
compadecía de la triste suerte de la joven Elsa.
Luego se hizo el
silencio. Ningún valiente apareció para el combate cuerpo a cuerpo,
por lo que Telramund repitió su demanda una segunda vez. Otra vez el
silencio. Telramund, viendo que ninguno de los caballeros osaba
adelantarse para enfrentarse contra él, ya estaba convencido de su
victoria. Con la seguridad de que así sería pronunció el desafío
una tercera y última vez. Elsa esta a punto de desmayarse de puro
terror.
Todas la miradas se
clavaron en la duquesa, que había empezado a rezar. En el momento en
que su colgante en forma de cruz empezó a temblar entre sus manos,
una pequeña barca apareció navegando sobre el río. Una extraña y
hermosa barcaza arrastrada por un cisne blanco, y en ella un apuesto
caballero de brillante armadura reluciente como la plata.
Al llegar a la
orilla, el caballero bajó de la barcaza ante la asombrada multitud.
Sus ojos eran de un azul brillante y bajo su casco asomaba una larga
cabellera rubia. En su mano blandía con firmeza una poderosa espada.
Con una simple señal del caballero, el cisne abandonó la orilla y
siguió navegando río abajo.
El extranjero avanzó
con paso firme entre la muchedumbre hasta llegar a la asamblea. Allí
presentó sus respetos a los presentes y luego se acercó a la
duquesa, arrodillándose ante ella. Luego, volviéndose hacia
Telramund le dijo que aceptaba el reto de enfrentarse contra él para
conseguir la mano y el ducado de la joven viuda.
Telramund no podía
creer lo que estaba pasando. ¿ Cómo podía atreverse un extraño a
desafiarle de esa manera ?… Como no podía ser de otra manera,
comenzó el combate y las espadas de los dos caballeros lanzaban
chispas y cortaban el aire.
El extranjero de
cabellos rubios repelía todos los golpes de Telramund, cuya fuerza
era movida sobre todo por la impotencia que le causaba la habilidad
de su contrincante. La lucha parecía durar una eternidad para todos
los presentes… Hasta que, de pronto, Telramund se desplomó sobre
la arena. La espada del extranjero le había atravesado y herido
mortalmente. Finalmente, el traidor murió.
La explanada entera
estalló en una algarabía de alegría y júbilo. Elsa, profundamente
agradecida y con los ojos inundados en lágrimas, se postró ante
Lohengrin -así era el nombre del misterioso caballero-. Amablemente,
éste le rogó que se levantara y le pidió matrimonio. Por supuesto
Elsa accedió, y lo que había empezado como gratitud terminó
convirtiéndose en un amor apasionado por ambas partes.
En el día de su
boda, Lohengrin le pidió a Elsa que le hiciera una extraña promesa,
una promesa que debía cumplir pasase lo que pasase. Esta era que
jamás debía preguntarle su nombre (de hecho, la joven no lo sabía).
A Elsa le pareció lo más justo, dado que su futuro marido le había
otorgado la libertad, así que aceptó cumplir la promesa.
Pasaron años de
felicidad para la pareja y de su relación nacieron tres adorables
hijos, que eran la alegría de sus padre y a los que esperaban dar un
futuro como valientes caballeros.
Pero he aquí que
Elsa empezó a preguntarse por el linaje de su marido. Le entristecía
pensar que sus hijos no pudieran llevar jamás su apellido. Un
apellido que a lo mejor podría aportarles aún más linaje a la
familia. Y aunque ella estaba muy orgullosa de su progenie ese era un
tema que le preocupaba cada día más.
El fatídico día
llegó y la promesa que jamás tuvo que romper se hizo añicos. Nada
más salir la pregunta de sus labios, Lohengrin, con el rostro
descompuesto abrazó tiernamente a su esposa, se despidió de ella
sin decir palabra y abandonó el castillo.
Mientras Elsa se
deshacía entre gritos de desesperación y llantos de dolor,
Lohengrin había llegado a orillas del río.
Allí hizo sonar una
especie de bocina de plata y apareció la barcaza que le había
traído años antes a aquellas tierras. El cisne blanco que la
conducía se deslizó suavemente hasta el caballero de ojos azules.
Este se subió al bote y pronto desapareció de la vista de todos.
Poco tiempo después, Elsa murió de pena.
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