domingo, 9 de julio de 2017
La Leyenda Del Turrialba
Hace muchísimos años, antes de que los españoles vinieran a
estas tierras, vivían en la región de lo que hoy conocemos como Turrialba,
indios fuertes y valientes, dispuestos a defender su territorio y a las gentes
de su tribu. Estos indios eran artistas y trabajaban el barro con mucha
maestría. Ellos hacían vasijas y ollas, adornadas con lindos dibujos, también
figuras de gente y de sus dioses. Eran inteligentes y cultos. Tenían su música
y sus danzas. Los instrumentos musicales los fabricaban ellos mismos con pieles
y cueros de animales que cazaban.
En ese tiempo, el cacique de la tribu era un hombre entrado
en años, que había quedado viudo. Tenía una hija. La cuidaba como su mejor
tesoro. Ella se llamaba Cira. Cira era una india muy bella, de quince años, de
cuerpo esbelto, pechos en maduración y carnes morenas provocativas. Su cabello
era largo y de color negro, era además caritativa y amorosa con todos; manejaba
el arco y la flecha con destreza. Ella iba a bañarse al río, bien custodiada
por otras mujeres de la tribu, que peinaban sus largos cabellos y los
perfumaban con aceites de flores.
El cacique quería darla en matrimonio a un joven de la
tribu, guapo y famoso cazador. Este joven regalaba a Cira conchas de colores
para adornar su cuello y sus brazos. Pero Cira no lo quería. Ella estaba
enamorada de un indio de otra tribu. Su amor era secreto y nadie, ni siquiera
sus más íntimas amigas, lo sabían. Solo una vez lo había visto, cuando se
reunieron todas las tribus de la región para danzar y jugar. Pero desde esa
vez, la imagen del indio quedó grabada en su mente. Sólo quería verlo. Muchas
veces, guiada por aquella idea, Cira se había adentrado en el bosque con la
ilusión de encontrarse con él. ¡Nada! Parecía habérselo tragado la tierra.
Un día, las ganas de ver al muchacho no la dejaban dormir.
Cira se levantó. Echó a andar como llamada por una voz extraña. La luna estaba
clarísima. Alumbraba todo el campo. Silenciosa se alejó del campamento de su
tribu. Estaba asustada y oía latir su corazón. Tenía miedo de que alguien de su
tribu la hubiera seguido. Sus pies quebraban las ramitas secas, sintió miedo,
gritó, pero las tinieblas devoraban su grito; comenzó a llorar. Los animales
nocturnos huían asustados. Caminó y caminó, internándose cada vez más. Ya
cansada de vagar se sentó a la par de un enorme tronco de un viejo árbol para
recuperar las fuerzas por un momento, pero se quedó dormida. Los árboles
dejaron penetrar hilos de plata que iluminaban el rostro de aquella virgen
salvaje. Entonces tuvo un hermoso sueño: el hombre que ella quería llegó y le
dio un beso. Cira se despertó sobresaltada, llamándolo. Cuando abrió los ojos
vio a un joven indio, alto, y apuesto, que le sonreía dejando entrever una
dentadura blanca y parejita ¡Era su amado! Efectivamente, él se había detenido
ante aquel diamante rodeado de esmeraldas.
La alegría de encontrarse fue tanta que los jóvenes se
abrazaron y se besaron una y otra vez. El hombre le cantó su amor acompañado
del leve suspiro de las hojas que crujían ante el alba que nacía, débil cinta
de plata iluminaba la pareja feliz; las estrellas temblorosas, como pétalos de
rosa que se marchita, comenzaban a huir. Y allí nació un amor vigoroso y bello,
como bella es la naturaleza que les sirvió de escenario. Mientras tanto, en la
tribu de Cira había confusión, el padre de Cira había ordenado la búsqueda de
la muchacha. Muchos indios andaban por todo el bosque llamándola
desesperadamente, los caracoles punzaron el espacio con su grito de alerta. El
viejo cacique, el primero, se internó en la selva que ocultaba a su diosa.
Todos los indios con sus arcos lisos, le seguían de cerca. Caminaron,
caminaron; el sol se desprendía alegre y coquetón de la cima.
Los dos amantes estaban ahí al pie del tronco, muy
abrazados. Cuando su padre vio a ambos jóvenes, su enojo no tuvo límite y lanzó
un grito que hizo temblar la selva, pues el indio pertenecía a otra tribu.
Entonces quiso separarlos y matarlos, pero al levantar su arco para
atravesarlos, la tierra se agitó y abrió sus entrañas y se tragó a los dos
jóvenes. Luego salió una columna de humo sagrado, como testimonio o apoteosis
del amor eterno entré ambos jóvenes de dos razas y de la tierra brotó lava y
piedras hasta convertirse en un volcán.
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