miércoles, 12 de septiembre de 2012
El Último Regalo de Mamá
Después de dar la misa, un sacerdote católico se encaminó
hacia un apartamento ubicado en un viejo edificio del centro de la ciudad.
Medianamente alto, con la pintura descascarada y las verjas de las ventanas
carcomidas por el óxido. El edificio ubicado en un barrio marginal, muy
conocido por ser hogar de traficantes, prostitutas y drogadictos, era todo lo
opuesto a un lugar alegre y acogedor, sobre todo bajo un cielo gris como el que
en aquel momento lo cubría.
Tras tocar repetidas veces el timbre, el sacerdote pudo
escuchar la proximidad de unos pasos y entonces la puerta se abrió: era un
joven desaliñado y ojeroso, con cabello abundante, sucio y desordenado. Su
expresión no era precisamente afable: en ella se revelaba la actitud de quien
está fastidiado y cansado de la vida, de quien guarda una añeja amargura y un
desencanto generalizado hacia todas las cosas. Y el vicio, aquel joven parecía
haber envejecido interiormente a causa de diversos vicios: alcohol, drogas,
mujeres … Además tenía cara de haberse acabado de despertar por los sonidos del
timbre y, pese a parecer asombrado por la visita del cura, no se veía de ningún
modo complacido en tal visita…
— ¿Qué quiere?
—preguntó el joven con sequedad
— Me han llamado
para administrarle los últimos sacramentos a un moribundo.
— Creo que le han
tomado el pelo. Aquí sólo vivo yo
El padre dudó por un momento, bajó la cabeza de forma
pensativa y preocupada y luego, justo cuando volvía a alzar la mirada para
disculparse con el joven e irse, vio algo en el oscuro pasillo que lo asombró e
instantáneamente le hizo convencerse de que no había ninguna broma de por medio
y que simplemente el joven era un inconsciente sin deseos de ayudar.
— No, joven, aquí
no hay ninguna broma. Quizá usted no entiende la importancia del asunto o tiene
cierta antipatía por la
Iglesia y los sacerdotes. Igualmente, lo único que le pido es
que tenga consideración hacia la mujer amorosa y cristiana que por la mañana me
suplicó que viniese acá. Tengo que cumplir lo antes posible con mi misión. Con
su permiso.
Tras decir eso, el sacerdote apartó al joven de forma suave
pero firme y determinada. Una vez dentro, vio en la mesita del recibidor un
retrato junto al cual yacía un ramo de flores secas y marchitas. En el retrato
se veía a una mujer mayor con ropa negra de luto, un gran crucifijo en el
cuello y un rostro cuya mirada y expresión delataban bondad pero también un
profundo envejecimiento ocasionado mucho más por el sufrimiento que por el paso
de los años: era la mujer que había solicitado la visita del sacerdote.
— ¿Ve el retrato de
la mesita? Esa es la mujer que me pidió venir.
— P… ¡pero qué
dice! ¡Eso es imposible! ¡Ella es mi madre y está muerta hace años!
Al joven lo sacudió un escalofrío. Gotas de frío sudor
empañaban su frente y su brazo derecho temblaba ligeramente mientras sostenía
el retrato de la mujer frente a su rostro nervioso y sufrido. Pero el sacerdote
parecía tranquilo, inmutable, como si algo en la conversación que tuvo con la
mujer del retrato le hubiese hecho intuir que aquella no era una conversación
normal, que algo misterioso había allí. Sereno, miró al joven y le dijo:
— Hijo, quizá esto
sea una especie de aviso de que debes guiar tu vida al sendero de la rectitud,
tu madre está velando por ti y sufriendo desde el cielo por tus faltas.
Al oír eso el joven puso cara de no entender; mas, pasado un
momento, en sus ojos surgió un destello de comprensión súbita, angustia y
temor. Él lo sabía, sabía que el cura no mentía y que su madre le había
hablado. Pero su madre estaba muerta: él era quien habría de morir, y muy
pronto… Su madre aún cuidaba de él y no quería que muriese con una lista tan
larga de pecados sin perdonar. ¡Debía confesarse y recibir la comunión, debía
arrepentirse para ser perdonado y no caer en la oscuridad eterna del Infierno!
Por un momento el joven lloró conmovido por el amor de su
madre y el impacto que representaba saber que sí existía aquel mundo espiritual
del que tanto había dudado y al que tanto había despreciado. No había pisado
una iglesia desde niño, pero lo que estaba viviendo le convenció de que era
tiempo de cambiar y reconciliarse con Dios aunque fuera en sus últimos
momentos…
Tras varias horas dialogando con el sacerdote sobre su vida,
su madre y como ella enfermó de tristeza cuando él se metió en las drogas. Un
sufrimiento que la llevó a morir sola y repudiada por su único hijo que estaba
más preocupado por lograr su dosis diaria que por atender a una pobre anciana
que se desvivía por ayudarle. El chico profundamente arrepentido y desecho en
lágrimas se confesó al párroco quien le absolvió de sus pecados y le dio la
comunión. Al irse el cura, el joven regresó a su soledad con una mezcla de
alegría por haber sido liberado y temor.
Falleció esa misma noche mientras dormía, de forma repentina e inexplicable. Dicen que
fue un paro cardíaco, pero es sabido que los médicos suelen diagnosticar eso
cuando no saben a ciencia cierta qué pasó. En todo caso, lo importante es que
el joven murió en paz y totalmente limpio de cualquier droga y pecado. En su
velatorio, quienes lo conocían se sorprendieron porque el joven, mientras
vivió, jamás mostró una sonrisa tan dulce y serena como la que, antes de
partir, dejó grabada en su rostro.
NOTA: Esto es lo
que se podría denominar una leyenda evangelizadora, realmente no podría
catalogarse como “urbana” debido a que es probable que fuera inventada en algún
foro cristiano o como parábola moderna del amor infinito de las madres, que
incluso desde la otra vida son capaces de velar por sus hijos. En todo caso su
difusión y transcendencia fue tal que incluso en un periódico estadounidense
fue publicada como si fuera cierta.
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