En el verano de 1950 el escritor y filósofo inglés Aldous
Huxley, afincado en Los Ángeles (EEUU), realizó un viaje por Europa en compañía
de su esposa Marie. Uno de los países visitados fue Francia, donde ambos habían
residido en 1948, y aprovecharon para acercarse a una pequeña localidad del
interior, de la región de Poitou-Charentes, llamada Loudun. La intención de
Huxley era ver in situ el escenario de un curioso episodio histórico que
pensaba plasmar en el que a la postre fue uno de sus libros más exitosos, Los
demonios de Loudun.
Se trata de una narración al detalle del considerado el caso
de posesión diabólica colectiva más famoso de la Historia. España tuvo el suyo
entre 1628 y 1630 en el convento madrileño de San Plácido, mientras que los
británicos también acreditaron otro muy conocido en Salem (en sus colonias
norteamericanas) de enero de 1692 a mayo de 1693. Entre los dos se situó el
francés, desarrollado a lo largo de seis años que comenzaron en 1632 y
terminaron en 1637. Pero es que en la misma Francia se produjeron los de
Aix-en-Provence en 1611 o Louviers en 1647.
Huxley no se limitó a contar los hechos sino que ofreció una
explicación racional de lo ocurrido, aportando contundentes argumentos de
diversa naturaleza y dejando al descubierto las miserias morales de la época:
represión sexual, histeria colectiva, fanatismo religioso, falsa devoción,
corrupción del Estado, debilidad de la mente humana e ignorancia popular, entre
otras, aparte de un común denominador que constituía la siempre incómoda
presencia de hugonotes; de hecho, al término de cada proceso, siempre con
ejecuciones, se multiplicaban las conversiones al catolicismo.
Lo que lleva de nuevo al siglo XX. A nadie se le puede
escapar el contexto. En 1952, año de la publicación del libro, la tristemente
famosa caza de brujas anticomunista del senador estadounidense Joseph McCarthy
estaba en su apogeo y, de hecho, al año siguiente el dramaturgo Arthur Miller
seguiría los pasos de Huxley presentando otra alegoría de la situación del
país, esta vez en forma de una obra de teatro titulada Las brujas de Salem.
Ambas piezas reúnen elementos que no sólo se dieron en aquellos dos casos
históricos sino que se repitieron otras veces en la Historia, mostrando uno de
los lados más oscuros del Hombre.
En Loudun se podría decir que todo empezó en 1617, con la
llegada del sacerdote Urbain Grandier para hacerse cargo de la parroquia de
St-Pierre-du-Marché. Grandier, nacido en Bouére en 1590, era un religioso
singular. De buena familia, educación superior con los jesuitas y un gran
atractivo físico, contrastaba con la achacosa presencia de su nonagenario
predecesor y tenía una preparación intelectual que le llevó, entre otras cosas,
a escribir un estudio contra el celibato clerical por considerarlo un mero
formulismo impuesto e imposible de cumplir. Quizá no era el mejor momento para
escribir algo así, con la Iglesia reformada por los dictados del Concilio de
Trento, que más o menos habían puesto fin a los hasta entonces habituales
escándalos de los papas.
Grandier no lo publicó, obviamente, pero sí lo puso en
práctica. Su popularidad entre las mujeres le llevó primero a mantener
relaciones con algunas viudas pero, sobre todo, a seducir a Philippa Trincant,
hija del fiscal real, a la que daba clases y a quien dejó embarazada para luego
abandonarla, aunque la paternidad era vox populi. Después le tocó el turno a la
piadosa Madeleine de Brou, cuyo padre era uno de los nobles más acaudalados de
la provincia y de la que se enamoró sinceramente, considerándola su esposa de
manera extraoficial.
Pero las andanzas de Grandier fueron también de otro tipo,
con altercados con varios notables que, junto a esas conquistas y su
comportamiento algo arrogante, le hicieron ganarse muchos enemigos en Loudun.
Por eso en 1629 se le arrestó, acusado de inmoralidad, en un proceso impulsado
por el ofendido fiscal Trincant. El 3 de marzo de 1630 le declararon culpable
con la pena de abstenerse de sus funciones sacerdotales durante cinco años en
la diócesis de Poitiers y el resto de su vida en la de Loudun. Aquello
significaba su ruina económica, así que apeló al obispo y tiró de todas sus
influencias para presionarle, de manera que finalmente resultó absuelto.
Parecía que todo había salido bien, habiendo pasado apenas
tres meses encarcelado, pero aún faltaba el capítulo más grotesco y doloso, que
estuvo enraizado en dos situaciones distintas. La primera fue la orden dictada
por el cardenal Richelieu de demoler la fortaleza de Loudun, a lo que Grandier,
haciéndose eco de la opinión pública, se opuso públicamente porque la villa
quedaría indefensa; se ganó así la animadversión del ministro. La otra estaba
en los enemigos que ya se había forjado tiempo atrás y que se habían puesto de
acuerdo para deshacerse de él como fuera. El escenario para ello fue el
convento de las ursulinas de Loudun, de reciente fundación (1626).
La madre superiora, Jeanne des Anges (originariamente Jeanne
de Belcel), una mujer joven y de fuerte carácter que había alcanzado el puesto
fingiendo ser templada, ofreció a Grandier ser confesor de las diecisiete
monjas que formaban la comunidad y que en su mayor parte eran de origen noble.
Presumiblemente, su vocación era tan discutible como la de él y parece probable
que deseara pasar a formar parte del currículum amoroso del párroco. Pero
Grandier, acaso desconfiando o sabiendo que no se la podía jugar de nuevo,
declinó la oferta, que pasó al canónigo Mignon, otro de los que le odiaban
porque en cierta paradójica forma le tenía envidia y además había perdido ante
él un pleito por la propiedad de una parcela colindante de sus respectivas
parroquias.
Mignon aceptó y aquí es donde surge la duda, ya que fue él,
junto a su ayudante, el padre Pierre Barré, quien precipitó los
acontecimientos. Según unos, inducido por el obispo, que deseoso de quitarse de
en medio a un sacerdote tan poco ejemplar como Grandier -y a la vez tan
protegido- le sugirió el plan de convencer a las monjas para que fingieran una
posesión diabólica provocada por el propio párroco. Según otros, la cosa partió
de la despechada Jeanne des Anges al confesarse con Mignon y revelarle sus
fantasías sexuales con Grandier, quien se le aparecía en forma de ángel para
atraerla, extendiendo luego esa dominación a otras hermanas. Éstas, sumisas y
quizá presionadas de alguna forma, confirmaron lo que decía su superiora.
Sea cual fuere la verdadera razón, el caso es que Mignon y
Barré, ayudados por curas de Veniers y Chinon, empezaron a realizar exorcismos
en el convento sin conseguir más que agravar la situación. El panorama era el
que hemos visto tantas veces en el cine: convulsiones violentas, gritos
procaces, insultos, movimientos obscenos, blasfemias… Todo provocado, según
Jeanne, por dos demonios llamados Asmodeo y Zabulón, que habrían entrado en el
cenobio a través de un ramo de rosas que Grandier arrojó por encima de la
tapia. El aludido, por supuesto, no sólo no aceptó la incriminación sino que
recomendó al alguacil aislar a las ursulinas e impedir que tuvieran contacto
con Mignon y los otros, que eran quienes de verdad estaban volviéndolas locas.
Sin embargo, no se le hizo caso y los exorcismos
continuaron, como lo hacían las acusaciones contra Grandier. Éste consiguió que
el obispo de Burdeos, amigo suyo, enviase a su médico personal para examinar a
las afectadas. El doctor hizo su trabajo y declaró no encontrar pruebas de la
veracidad de aquel montaje, así que el 21 de marzo de 1633 se dio orden de
detener los exorcismos y recluir a las monjas en sus celdas. Grandier volvía a
ganar para desesperación de sus enemigos, que finalmente echaron el resto y
acudieron a su última esperanza: el cardenal Richelieu.
Fue Jean de Laubardemont, pariente de Jeanne des Anges y
favorito del cardenal, quien, acompañado de un monje capuchino llamado
Tranquille, se presentó ante su protector para informarle de los
extraordinarios sucesos de Loudun y la implicación de Grandier. Si alguna duda
tenía Richelieu, que aún recordaba el desaire sobre la fortaleza, quedó
extinguida cuando le mostraron un pasquín satírico contra él que habría escrito
el párroco. Además, el ministro de Luis XIII tenía una motivación extra porque
una de las monjas de Loudun, la hermana Claire, era de su familia; así que
formó una Comisión Real, encabezada por Laubardemont, que debía desplazarse
hasta allí, investigar el caso y arrestar a Grandier por hechicería.
Consecuentemente, se procedió otra vez a exorcizar a las
monjas de la mano de Tranquille y un franciscano llamado Lactance. Lo más
curioso de esta etapa fue que los exorcismos se llevaron a cabo públicamente y
cada día asistían miles de personas como si de un espectáculo se tratase. Eso
no le vino bien a Grandier, que se ganó la animadversión de la gente cuando a
las acusaciones de las monjas se añadieron sus aventuras sexuales con las
vecinas de la localidad. Oportunamente, Jeanne des Anges desveló que había un
tercer demonio, Isaacaron, cuyas especialidades eran la depravación y el
desenfreno.
Se puede hacer un juego de palabras diciendo que los
demonios implicados eran legión: aparte de los citados, las ursulinas dieron
los nombres de Astaroth, Gresil, Amand, Leviatán, Behemoth, Beherie, Easas,
Celsus, Acaos, Cedón, Neftalí, Cham, Ureil y Achas. La bola iba creciendo cada
vez más y Grandier, viendo lo que se le venía encima, se ofreció a exorcizar él
mismo a las monjas. Lo que pretendía realmente era dejarlas en evidencia, para
lo cual se dirigió a ellas en griego, pues un signo de posesión diabólica era
hablar lenguas desconocidas; pero seguramente se había previsto algo así y le
respondieron que el pacto con el Maligno implicaba no usar ese idioma, al igual
que prohibía otra manifestación típica como levitar.
En cambio, el padre Gault obtuvo del demonio Asmodeo la
confesión de que había alcanzado un acuerdo con Grandier, quien firmó con su
propia sangre el documento. Y en un golpe de efecto, mostró el papel a todos.
Siglos después se demostró que la letra era de la superiora, pero entonces fue
el clavo que remachó el ataúd del párroco, junto con el descubrimiento y
divulgación de aquel antiguo tratado contra el celibato. El 7 de diciembre de
1733 le encerraron en el Castillo de Angers para torturarle y obtener la
confesión. Le afeitaron el cuerpo en busca de marcas diabólicas y se anunció su
hallazgo, acallando las protestas del médico y el boticario, que aseguraban que
no habían visto ninguna.
La cosa había ido demasiado lejos y alguna monja se echó
atrás en sus acusaciones, incluyendo a la propia Jeanne de Anges, que acudió al
juicio con una soga al cuello advirtiendo de que se ahorcaría si no escuchaban
su retractación. Pero se dijo que era una argucia del Diablo para salvar a su
acólito y el proceso continuó con la amenaza de arrestar y embargar a
cualquiera que testificase a favor de Grandier. De esta forma, hubo setenta y
dos testimonios en contra del acusado sin nadie que le defendiera y el juicio
se celebró en Loudun en vez de en París, contraviniendo la legislación, a lo
largo de un año. El 18 de agosto de 1634 se dictó sentencia: culpable de todos
los cargos, Grandier sería quemado en la hoguera y sus bienes confiscados.
Antes se le sometió al tormento de la bota, en el que se
introducían las piernas entre tablas y éstas se iban apretando progresivamente
mediante la introducción, a golpe de mazo, de cuñas de madera hasta romper los
huesos; los de Grandier quedaron triturados porque le aplicaron dieciocho
cuñas, pero resistió tenazmente sin confesar. Ya en la pira, a donde hubo que
llevarle en brazos por no poder caminar, le impidieron también hacer una última
declaración pública, a la que tenía derecho, arrojándole agua bendita cuando
abría la boca o golpeándole con un crucifijo. Tampoco se cumplió el
estrangulamiento previo previsto, ya que el padre Lactance, arrastrado por el
frenesí general, prendió fuego a la leña antes de tiempo y ya no se pudo
apagar. Tras su espantosa agonía, las cenizas fueron esparcidas a los cuatro
puntos cardinales mientras el populacho se abalanzaba sobre el patíbulo
intentando conseguir vomo amuleto algún diente o trozo menos quemado.
Sorprendentemente, varios de los exorcistas (Lactance,
Tranquille…) fueron muriendo uno tras otro en los meses siguientes, a la par
que las posesiones y los exorcismos continuaban de la mano del jesuita
Jean-Joseph Surin; éste había llegado para desmentir aquello, pero se zambulló
con tanta intensidad en la situación que terminó asumiéndola de lleno y
creyéndola. Se centró en curar a Jeanne tratando de expulsar de su cuerpo a
Isaacaron, que le había provocado incluso un embarazo ectópico, con el curioso
método de intercambiarse por ella, haciendo que el demonio le poseyera a él.
Fascinada por el sacerdote, la monja quedó libre.
Entonces Jeanne de Anges declaró haber tenido una visión por la que una peregrinación a Annecy (Saboya), para rezar ante la tumba de San Francisco de Sales, pondría punto final a todo aquello. Se accedió a ello y en efecto, las ursulinas quedaron libres de demonios. Era 1637 y al año siguiente la superiora visitó a Richelieu e incluso al mismísimo Luis XIII, pues toda la corte quería conocerla y quedarse con trozos de su ropa a manera de reliquia. Fallecería en 1665 tras una existencia posterior virtuosa. Su cabeza momificada se exhibió mucho tiempo junto a una pintura sobre la expulsión del demonio Behemoth, pero en 1772 el convento fue clausurado y nunca más se supo de esos objetos.
Fuente: Leyendas, Mitos, Misterios y Enigmas del Mundo
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