Dionisios, rey de Sicilia, fue famoso por su dureza y
crueldad, no sólo hacia sus súbditos, sino a todo aquel que caía bajo su poder.
Inspiraba auténtico terror, a la vez que un intenso odio hacia su persona.
El rey era consciente de todo esto, y por ello se rodeaba de
feroces vigilantes, soldados y todo un séquito que lo salvaguardara de
cualquier amenaza. Además de tirano, era un gran aficionado a la cultura y a
las artes. Se hizo rodear de científicos, escritores, poetas y artistas que,
dicho sea de paso, también le temían más que a una vara verde.
Y, cómo no, a su alrededor pululaban los típicos aduladores
que trataban de ganarse sus favores. Entre ellos, destacaba Damocles, un cortesano
que se pasaba el día cantando y alabando las riquezas y el poder del rey
Dionisios. Si el monarca hubiera sido estúpido y vanidoso, seguramente habría
estado más que encantado con alguien así al lado, pero no era el caso.
Dionisios, en cambio, estaba más que cansado de tanta halago
y tanta tontería. Entonces urdió un maquiavélico plan con el que no sólo se
divertiría a costa de Damocles, sino que le daría una lección que jamás
olvidaría.
Un día, el rey se acercó a Damocles, y con un tono muy
amigable, le dijo: “Ya que te gusta tanto cantar sobre los placeres del trono y
del poder, voy a hacerte un regalo que te hará muy feliz. Mañana tengo un gran
banquete al que acudirán príncipes y señores que son mis vasallos. Ocuparás mi
lugar en el trono y disfrutarás de la fiesta como un auténtico rey. Espero que
al final te quedes tan satisfecho que desees volver a ser un hombre normal”.
Damocles contestó que, por el contrario, lo más seguro es que se sintiera
desolado al acabar la fiesta y tener que dejar el trono, y que lo añoraría
durante el resto de su vida.
Cuando llegó el día señalado, Damocles apareció ataviado de
ricos vestidos y el rey le ordenó que se sentara en el trono y que le pusieran
una corona de oro en la cabeza. Asimismo, Dionisios indicó a los invitados que
Damocles debía recibir esa noche los mismos honores que un rey.
Pero la corona pesaba tanto que Damocles empezó a tener
dolor de cabeza. Además, resultaba irritante tener que esperar a que los
catadores oficiales probasen la comida -por si estaba envenenada-, para poder
hincarle el diente. Aún así, y a pesar de todo eso, el “rey por un día“, estaba
disfrutando de su momento de gloria.
En ese estado de felicidad estaba el hombre, que no esperaba
en absoluto lo que iba a suceder. En un momento en que levantó la cabeza, se
dio cuenta de que sobre ella pendía una espada, sujeta tan solo con un fino
cabello. Presa del pánico, y temiendo por su vida, rogó al rey que le dejara
abandonar su sitio. Pero Dionisios, con una sonrisa burlona, se negó y añadió:
“Ciertamente la espada puede caer y matarte en cualquier momento, pero también
es cierto que tal vez no lo haga. Sin embargo, quiero que sigas ahí sentado
para que aprendas lo estúpido que es cantar sobre lo felices que son los
gobernantes, cuando en realidad pasan la vida temiendo perderla. Valiente es
aquel que pese a ese temor constante, mantiene el ánimo y la sonrisa. Déjame
comprobar si tu corazón es valiente y logras mantener la compostura y la
sonrisa”.
En vano Damocles insistió para que se le liberase. Durante
toda la velada no dejó de mirar hacia arriba, por si la espada se soltaba, y el
rey tuvo que dar órdenes a sus soldados para que impidiesen cualquier
movimiento de huida al pobre y acobardado cortesano.
Cuando el banquete llegó a su fin, la espada seguía en su
sitio. Dionisios ordenó que quitaran las ropas reales y la corona a Damocles y
le dejaran ir.
Ni hay que decir que Damocles aprendió la lección. La riqueza sin límites no da la felicidad, y el poder y la gloria tienen sus peligros. Y un hombre que posee todo esto ha de ser lo suficientemente sabio para no dejarse llevar por los vanos halagos de un pobre tonto.
Fuente: Leyendas, Mitos, Misterios y Enigmas del Mundo
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