viernes, 3 de julio de 2020
La Verdad Del Cuento De La Cenicienta
Perrault
trascribiese su leyenda oral en 1697.
La publicó bajo el
título Cenicienta, o el pequeño zapato de cristal (Cendrillon ou La
petite pantoue de verre).
Pero éste es apenas
un relanzamiento, si se quiere, de una historia ampliamente conocida
desde la antigüedad.
En las islas
británica se la conoce como Cinderella, Aschenputtel en Alemania,
Assepoester en
Holanda, Cenerentola en Italia,Stachtopouta en Grecia, Hamupipőke en
Hungría, Askungen en Suecia, Soluschka en Rusia;…
Tras el
redescubrimiento de Perrault llegaron los Hermanos Grimm.
En 1812 relanzaron
la historia de Cenicienta, logrando un impacto aún mayor que el de
su predecesor.
La versión de
Cenicienta que todos conocemos desde la infancia es, en realidad, una
adaptación moderna que poco tiene que ver con la tradición
original, que carece por completo de hadas madrinas y carros que se
convierten en calabaza a la medianoche; y ofrece, en cambio,
asombrosos ejemplos de automutilación y cultos ancestrales.
Veamos un resumen de
La Cenicienta, basado sobre todos los detalles de la historia que se
repiten en diversos países y culturas, acaso el único modo “seguro”
de rozar la esencia del relato.
Cenicienta es la
única hija de un hombre rico, que enviuda trágicamente.
Eventualmente, su
padre vuelve a contraer matrimonio.
Su nueva esposa
tiene dos hijas, ambas muy hermosas, pero ásperas y envidiosas.
Cenicienta es
despojada de sus vestidos por su madrastra y hermanastras, y recluida
a la tarea de limpiar el hogar.
En resumen, se la
esclaviza.
Su aspecto cambia
radicalmente; y el contacto permanente con la suciedad le gana el
epíteto burlesco de
Aschenbrödel, “Burbuja de ceniza”, para nosotros, Cenicienta.
Cierto día, el
Padre se dirige a la feria del pueblo.
Todos en la casa le
piden regalos.
Las tres malvadas
mujeres le piden joyas y vestidos, pero Cenicienta solicita una rama
de roble, que luego plantaría en la tumba de su madre, regándola
diariamente con sus lágrimas.
En tres años esa
rama se convirtió en un árbol inmenso, en una de cuyas ramas
aparece una extraña paloma, quien le asegura ser capaz de cumplir
cualquier deseo que pidiese.
En otra parte, el
rey organiza tres bailes para que su hijo, el príncipe, para que
conociese
a alguna joven digna
de ser su esposa.
Las hermanastras
obligan a Cenicienta a ayudarles con sus vestidos, aunque la
madrastra le impide asistir.
Sola, Cenicienta se
dirige a la tumba de su madre, y le solicita a la paloma un vestido y
zapatos.
El ave concede su
deseo y Cenicienta se encamina al baile.
Su aspecto estaba
tan cambiado que nadie la reconoció, ni siquiera las tres arpías.
El príncipe,
atónito, sólo tiene ojos para ella, y baila con Cenicienta durante
toda la
noche.
Para no ser
descubierta, Cenicienta se retira antes del baile, temiendo que su
madrastra y hermanastras lleguen a casa y no la encuentren.
La segunda noche se
repite la escena.
El príncipe azul y
Cenicienta bailan y se enamoran, y ella huye del salón antes de las
celosas hermanastras se retiren.
La tercera noche,
obsesionado, el príncipe unta las escaleras del palacio con barro.
En su huida,
Cenicienta pierde uno de sus zapatos.
El príncipe decide
encontrar a la poseedora del zapato.
Para ello, visita
todas las casas de la comarca buscando el pie que calce en el
diminuto zapato. Al llegar a la casa de Cenicienta, el padre manda a
llamar a las hermanastras, pero no a su
“verdadera hija”.
La mayor, bajo los
consejos de su madre, se corta dos dedos del pie para que le entre el
zapato.
Dos palomas
advierten al príncipe de la estratagema, y la joven celosa es
rechazada.
Luego llega la menor
de las hermanastras, quien se había rebanado el talón para calzarse
el zapato perdido, pero de nuevo el príncipe se entera de la trampa.
Cansado, le pide al
padre que mande a llamar a todas las mujeres de la casa, criadas
incluidas.
Cenicienta aparece
en la habitación, el zapato calza perfectamente en su pie delicado,
y el príncipe la arranca de su destino infame.
Las hermanastras,
por su parte, son atacadas por una bandada de palomas, quienes les
arrancan los ojos dejándolas perfectamente ciegas.
La estructura de
Cenicienta proviene de la noche de los tiempos, y encuentra
eco en varias
decenas de historias de la antigüedad.
Los egipcios, por
ejemplo, narraban el Rhodopis, que luego pasaría al Imperio Romano,
un cuento prácticamente idéntico a la Cenicienta de Perrault.
En Persia se conocía
la increíble historia de Nezami y sus Siete Bellezas, asombrosamente
similar a Cenicienta.
Algunos eruditos
aseguran que, de hecho, el cuento de Cenicienta está basado en la
historia de Yeh Shen, cuento chino muy popular en la Edad Media, cuya
influencia queda reflejada en los pies diminutos de la protagonista,
un detalle pédico que obsesiona a los orientales incluso en nuestros
días.
Para que un cuento
sobreviva debe tocar algo íntimo, algo mítico, en sus oyentes.
Cenicienta es un
caso paradigmático de la banalización del mito, de la reducción de
la esencia mítica hacia cierta variante del romanticismo, casi
siempre, pueril.
El espíritu del
cuento, su alma, si se quiere, no se encuentra en la relación de
Cenicienta con el príncipe, ni en la pérdida y hallazgo de su
zapato de cristal; mucho menos en el hada madrina o en carros que se
convierten en calabaza a la medianoche.
La verdadera
historia de Cenicienta oculta algo que el cine ha considerado
oportuno omitir, acaso por verse incapaz de reflejar al mito en toda
su grandeza.
La Cenicienta es, en
definitiva, un eco de Afrodita, la diosa del amor, el medio es el
zapato de cristal.
Su tamaño poco
tiene que ver con el pequeño pie de Cenicienta.
No es sobre ella
donde debe calzar, sino en el alma de quien se atreva a amarla.
Buscar el amor es
muy simple.
Lo verdaderamente
difícil es no aceptar lo aparente, así como el príncipe deshecha a
las hermanastras, cuyos pies, mutilados, es cierto, calzan en el
zapato de cristal, es decir, se adaptan a él.
Por el contrario, el
verdadero amor está oculto, es, en definitiva, un secreto.
Los zapatos son una
excusa, calcen o no.
Lo único que
importa es la búsqueda, y la seguridad de que la verdadera belleza
suele adoptar formas modestas, humildes, cenicientas, si se quiere,
que velan su esencia celestial hasta la llegada de quien se atreva a
contemplarla.
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