Martín y su amigo Fernando corren como posesos en busca de un lugar donde no les puedan encontrar. Poco a poco se van alejando de la barriada de San Vicente, y van a parar a un vetusto corral abandonado situado en la cuneta de la nacional 122. Los niños indecisos dan vueltas al viejo edificio buscando el lugar más adecuado para esconderse. Entre juegos y zarandajas comienzan a lanzar piedras sobre el derruido tejado del pajar. Una de ellas cae por uno de los agujeros y produce un sonido nunca antes escuchado por ellos. Un estruendo metálico rompe el silencio del lugar. Los pequeños se miran. No pueden resistir la curiosidad.
Los niños comienzan a ver una misteriosa luz que irradia esa parte del corral. Alzan la cabeza y presencian lo más increíble que sus pequeños e inocentes ojos jamás vieron. Una enorme lágrima lumínica de aspecto metalizado apoyada en tres anchas patas, similares a vigas, se posaba a tan sólo unos metros de ellos. Aquella especie de nave desprende luces de diversos colores que, en medio de aquel solitario corralillo, proporciona una escena poco menos que increíble. Fernando se asusta. Martín en cambio se queda fascinado.
Aquello, fuera lo que fuese, debía tener cerca de tres metros de altura por dos de ancho. Emitía un sonido similar al de un avión cuando está en tierra presto para despegar. El extraño objeto con forma de pera les recordaba a los capirotes que llevan los fieles en las procesiones de Semana Santa.
En esos instantes de asombro, algo ocurre. El sonido que emite la nave se intensifica como si estuviera cogiendo potencia. De repente, de las entrañas del artilugio mana un potente haz de luz que impacta de lleno en el abdomen de Martín. Martín se retuerce, le quema, le abrasa. Comienza a sudar, su tez se torna amarillenta, se debilita tanto que apenas oye los gritos de Fernando, su amigo del alma, que presencia la brutal agresión inmovilizado por el horror. El rayo se sigue cebando con el pequeño, al punto que parece cuestión de minutos que acabe con su vida. Con las pupilas dilatadas y un aspecto cetrino, el niño se desploma. La irradiación se corta y el extraño objeto termina de elevarse hasta perderse en el negro firmamento. Atrás ha dejado una escena dantesca: Martín, inconsciente en el suelo, y Fernando, muerto de miedo.
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