Aprovechando la desventaja económica de la joven, el supervisor; un hombre grande tanto de complexión como de edad, le ofrecía aumentos de sueldo y compensaciones económicas a cambio de entregarle sus virtudes. Pero cuantas veces se lo propuso, ella se negó.
El perverso hombre no estaba dispuesto a dejar de satisfacer sus impulsos, así que utilizando su puesto la hizo un día trabajar hasta tarde, cuando todas las demás empleadas se habían marchado. Entonces intentó ultrajarla, pero la muchacha rompió en llanto y fuertes gritos de auxilio, haciendo que el sujeto temiera ser descubierto. Sin contemplaciones, él la asesinó, y después huyó a refugiarse en su casa fingiendo estar mal de salud.
Tras descubrirse el crimen, fue el principal sospechoso y después condenado a un largo tiempo en prisión; pena que no llegó a cumplir, ya que murió en la cárcel de una enfermedad incurable.
Poco después de aquella trágica muerte, los vecinos decían oír extraños llantos por las noches y comentaban sobre un resplandor proveniente del taller en donde laboraba la chica.
Aun con el paso de los años, y los nuevos inquilinos, el llanto de la costurera seguía ahí, a veces acompañado de inconsolables quejidos.
Tales acontecimientos, fueron motivo suficiente para que se construyera un altar en un recodo de los pasillos, ahí le ofrendan sus elementos de trabajo, esperando que en algún momento su alama alcance la paz, y consiga el descanso eterno.
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