lunes, 3 de octubre de 2016
Una Momia Egipcia
Hácia el fin del mes de noviembre de 1847, entre ocho y
nueve de una fría y húmeda noche, los pacíficos habitantes de la calle Duguay-
Trouin, situada detrás del Luxemburgo, en París, oyeron con no poca sorpresa el
ruido causado por una multitud de carruages que se deslizaban por debajo de sus
ventanas.
La puerta cochera de una de las mas silenciosas casas de aquella
silenciosa calle, habia girado muchas veces sobre sus goznes para dar paso á un
gran número de fiacres y otras medianías en el género. Todos los personages que
salian de aquellos diferentes vehículos, eran hombres graves que en su mayor
parte habian pasado de los cincuenta.
Andaban con paso mesurado, la cabeza
elevada, mirada tierna y aire meditabundo; hubiéraselos creido jueces llamados
á pronunciar sobre la suerte de algunos culpables, ó conspiradores machuchos
convocados á un congreso de burgraves; pero no eran nada de esto: aquellas
honradas gentes no conspiraban ni tenian que juzgará nadie; iban simplemente á
asistir á una sesion científica á la cual les habia invitado M. Athanas de
Lauregeon, que se habia formado una reputacion entre los sábios anticuarios de
París.
Heredero de una gran fortuna, M. Athanas se dedicó
ardientemente á conquistarse un puesto entre los que se podian llamar entonces
los reyes de la época. Mas para esto , cualquiera que fuese su fortuna, no
podia bastarle, pero buscó medio de suplirla. Apenas contaba diez y siete años
cuando los doctores de la universidad, encontrándole suficientemente versado en
griego, latin y una pretendida filosofía, con algunos ingredientes de una
perfecta inocuidad, le concedieron el diploma de bachiller. Cuatro años despues
salió del colegio de Charles casi tan sábio como cuando entró en él. Entonces
fué cuando tomó la resolucion de hacerse anticuario, entregándose en cuerpo y
alma al estudio de la arqueología. Al principio no le guiaba en esto mas
pensamiento que el deseo de darse carácter; era una especie de necesidad, la
que á poco se convirtió en un gusto y despues en una verdadera pasion; y como
el pobre muchacho carecia de otras, la que le poseyó equivalia á las que le
faltaban, llegando á ser en él una especie de rabia, un verdadero frenesí. M.
Athanas devoró una espantosa cantidad de mamotretos mas ó menos apelillados,
cuya quinta esencia conservó en su cerebro, haciendo las veces de un verdadero
talento; entregóse á la numismática, formó colecciones de toda clase de
antiguallas, y vino á ser la providencia de los traficantes en cosas raras y
pretendidas curiosidades. En fin, consiguió tener su gabinete de objetos
antidiluvianos, y ordenó catálogos pomposos de cosas inauditas. Todo esto valió
á M. de Lauregeon algunos centenares de miles de francos y una ocupacion de
diez años, durante los cuales fué nombrado miembro de un regular número de
sociedades sábias, despues de lo cual fué á parar á la Academia de las
Ciencias; desde entonces tuvo su parte de soberanía, sus opiniones fuerza de
ley en cierto mundo, y produjo sobre algunas materias fallos sin apelacion:
habia conquistado lo que se llama una posicion.
M. Athanas vivia hacia ya largo tiempo en esta vida cuyo
encanto solo conocen los iniciados, cuando un dia se le anunció la visita de un
sábio estranjero al que se apresuró á recibir. El visitador era un hombre de
corta estatura y cabellos lisos y brillantes, su sombrero aparecia cubierto de
la conveniente cantidad de grasa científica; las mangas y las vueltas de su
trage negro estaban bastante pringosas, y sus rodillas torcidas se hallaban en
perfecta armonía con sus piés aplastados. —«Señor, dijo este personage,
permitidme el honor de ofrecer mis humildes y respetuosos homenajes almas sábio
anticuario del mundo.» —Hé aquí un hombre bien educado, pensó M. Athanas. Y se
apresuró á ofrecer un sillon al desconocido. —«Señor, continuó este último; vengo
espresamente del fondo de la Alemania para haceros una comunicacion científica
de la mas alta importancia; pero esto exige algunas esplicaciones preliminares
y ciertas ampliaciones. —Hablad, hablad, señor; nunca se pierde nada en
escuchar á un hombre de mérito.
El desconocido se inclinó como para devolver el cumplimiento
á su autor , y entrando luego en materia, dijo:
—»En otro tiempo fuí bastante rico; pues mi padre, el baron
Cart-zenoffer, dejó al morir una fortuna de cerca de diez millones, y yo era su
único heredero. Por esta época me encontraba yo ya poseido del demonio de la
ciencia; me aquejaba una sed inestinguible de descubrimientos, y tomé la
resolucion de recorrer el mundo entero á fin de satisfacer el gusto particular
que yo sentía por el estudio de la antigüedad. Habiendo vendido todos mis
bienes, dividí en dos partes la suma que me produjeron, colocando la una en
casa de uno de los mas famosos banqueros de Alemania , y empleé una gran parte
de la otra en procurarme cartas de crédito para todos los puntos del globo, y
partí.
»Al cabo de doce años habia dado dos vueltas alrededor del
mundo, cuando llegué á Egipto. Acababa de recorrer el Asia Menor; habia
visitado las ruinas del poderoso imperio de Asiria, y llevaba conmigo una gran
cantidad de objetos de un precio inestimable, recogidos en las ruinas de Nínive
y de Babilonia. Teniendo intencion de permanecer bastante tiempo en el Cairo,
busqué en este una habitacion cómoda y me entregué con mas ardor que nunca á mi
estudio favorito en aquella antigua ciudad, que fué el punto de donde tuvieron
orígen los conocimientos humanos.
»Pasado cierto tiempo hice conocimiento con un sábio armenio
que era vecino mio; la conformidad de nuestras inclinaciones contribuyo a
ligarnos bien estrechamente, y le compré en poco tiempo objetos de gran precio
que envié á Alemania para reunidos con los que ya tenia allí. Una cosa me
admiraba sobremanera, y era esta la facilidad con que aquel hombre se deshacia
de objetos que un verdadero anticuario no hubiera dado por todos los tesoros
del mundo. Habiéndole manifestado un dia mi admiración, sonrió melancólicamente
y me dijo: —Todo lo que yo os he vendido, nada vale en comparacion de lo que
poseo.
»Esto me causó una nueva sorpresa, tanto mas grande cuanto
que habia recorrido frecuentemente todas las habitaciones de su casa, y despues
de haberle yo comprado sus colecciones, apenas quedaban mas que las cuatro
paredes. Pero bien pronto advertí que aquel hombre se ausentaba con frecuencia
por espacio de muchos dias; le observé, pues, y no tardé en adquirir el
convencimiento de que las maravillas que decia poseer debian estar depositadas
fuera de la ciudad, y de que no se ausentaba sino para ir á regocijarse con su
vista y á gozar secretamente de su posesion. Comprendí esta pasion , participé
de ella, y no tardé en sentir el irresistible deseo de poseer los objetos que
mi imaginacion acariciaba deliciosamente sin conocerlos.
»Yo los obtendré, me dije á mí mismo, aunque me costasen la
mitad de mi fortuna; si se niega á vendérmelos, se los robare, y si intenta
defenderlos le mataré...!
—Diablo! esclamó M. Athanas dando un salto en su silla; me
parece que eso era demasiado...
—Oh! tranquilizaos, señor , repuso el desconocido
acompañando sus palabras con una melosa sonrisa; los años han refrescado mi
cerebro, y si es cierto que he hecho algunos disparates, tambien los he pagado
cruelmente. Permitid, pues, que continúe.
»Yo espiaba al armenio; le seguí por primera vez fuera de la
ciudad, y despues de una larga marcha le vi desaparecer de repente en las
ruinas de un templo situado en medio de una llanura desierta. Entonces volví al
Cairo, llené mis bolsillos de oro, coloqué en un morral bizcochos y algunas
otras provisiones, preparé una cantimplora llena de agua para llevarla colgada
de una bandolera, cargué mis pistolas, afilé mi puñal, y esperé la vuelta de mi
rival. Apenas llegó, partí secretamente durante la noche, y fuí á colocarme en
las ruinas con la firme resolucion de espiar de nuevo al armenio cuando
volviera á aquel sitio, y de descubrir por todos los medios posibles el
misterio que avivando el fuego de mi deseo me causaba tan crueles tormentos.
»Habia ya pasado cuatro horas en las ruinas; mis provisiones
estaban casi enteramente consumidas, cuando al fin poco despues de ponerse el
sol distinguí á un hombre que avanzaba rápidamente. Yo habia tenido tiempo de
hallar un escondite desde el cua! podia ver sin ser visto todo lo que pasára
alrededor de mí; agazapéme en él y esperé. Cuando el armenio llegó á la
distancia de tres ó cuatro pasos del sitio en que me hallaba , se sentó en un
trozo de columna rota; elevó las manos al cielo, rezó una breve oracion, y se
dirigió al estremo opuesto del templo. Allí se paró detrás de un montón de
ruinas , empujó con el pié una ancha losa que se deslizó sobre el pavimento, y
descubrió la abertura de una especie de pozo en el cual desapareció este
singular personage. La piedra volvió entonces á colocarse en el sitio que antes
ocupaba, y nada turbó despues el silencio de que me hallaba rodeado.
»El corazon me latia precipitadamente; un sudor frio
inundaba mi rostro, presentia una catástrofe, pero nada fué bastante á
detenerme; renové el cebo de mis pistolas, me aseguré de que mi puñal estaba en
su sitio, saqué del morral fósforos y bujías y me adelanté hácia la piedra
haciéndola deslizarse fácilmente al empujarla con el pié. Entonces un rayo de
la luna, al cruzar por entre las columnas truncadas del templo, me permitió
distinguir que lo que la piedra cubria no era un pozo, sino una angosta
escalera de caracol, cuyos peldaños estrechos y desgastados hacian algo dificil
el acceso. Sin embargo, no vacilé en seguir aquel peligroso camino, y despues
de haber bajado unos cien escalones en medio de la mas profunda oscuridad, me
encontré en un piso llano y firme. Habiendo escuchado atentamente por algunos
instantes sin percibir el menor ruido, saqué el eslabon y encendí una bujía. El
sitio en que me hallaba era un salon abovedado bastante grande, quenada
absolutamente contenia , pero que necesariamente debia tener alguna salida
puesto que el armenio no estaba allí.
«Examinando atentamente las paredes, noté hácia el estremo
de una de ellas una especie de hundimiento, y me pareció, á juzgar por ciertos
indicios, que aquella operacion se habia ejecutado recientemente; intenté pasar
la hoja de mi puñal por los intersticios de las piedras y penetró toda sin
dificultad. Entonces empujé aquella piedra que parecia desencajada, y
hundiéndose en la pared, descubrió á mi vista una escalera igual á la anterior.
Inmediatamente me dirigí por aquel nuevo camino llevando esta vez la bujía en
una mano y una pistola montada en la otra. Fuéme preciso aun bajar cien
escalones hasta encontrar una larga galería en medio de la cual me ví detenido
por una gran cantidad de agua que llenaba una habitacion en todo su espacio. El
agua era tan cristalina que con la ayuda de mi bujía pude ver el fondo á una
gran profundidad, distinguiendo al mismo tiempo una especie de barquichue- lo
amarrado al estremo opuesto. Evidentemente yo habia seguido el mismo camino que
el armenio, pero empezaba á parecerme algo dificil el llegar hasta él. Por la
primera vez vacilé en mi propósito, pero á pesar de todo tomé al punto mi
partido; me desnudé é hice con mis vestidos un lio, colocando dentro las
pistolas, el puñal y todo lo demás, y acomodando este envoltorio sobre mi
cabeza, me arrojé al agua resueltamente, nadando con una mano y llevando en la
otra mi bujía lo mas alta que me era posible, hasta que llegué de esta manera
sin inconveniente alguno al estremo opuesto, donde volví á vestirme con la
mayor presteza.
»Era de presumir que de continuar avanzando hubiese de
correr grandes peligros; pero qué misterios no me serian revelados si llegaba
al fin de esta escursionl Este pensamiento bastaba para animarme, y proseguí
marchando con precaucion, pero con una fuerza de voluntad que sentia acrecerse
á cada instante.
«Llegado, en fin, á la estremidad de la galería, se ofreció
á mi vista una puerta de piedra entreabierta; empujóla suavemente, y siguiendo
con la misma precaucion, entré en una vasta cueva. El armenio estaba allí
prosternado y en éstasis ante un sarcófago cuya tapa levantada estaba formada
por una piedra artísticamente labrada. Dos teas que ardian en candelabros de
granito, alumbraban una de las escenas mas estrañas. Habiendo apagado mi bujía,
me retiré á la oscuridad. De pronto gritó el armenio:
«Oh tú , gran reina Isis, á quien tus virtudes han
divinizado; permite que dé libre curso á la espresion de orgullo y de alegría
que espe- rimento contemplando tus restos mortales , de cuya vista ninguna otra
mirada humana ha sido favorecida desde há mas de cuatro mil años... Dichoso en
poseer tan gran tesoro, todos los bienes de la tierra me son indiferentes, y no
consentiría en separarme de él ni aun por el imperio del mundo entero... Mi
secreto morirá conmigo, y nadie vendrá á profanar tu última morada.»
»Guardó silencio y yo estaba aun indeciso sobre la conducta
que debia observar, cuando un movimiento involuntario que hice atrajo la
atencion de aquel entusiasta; mas apenas se encontraron sus miradas con las mias
saltó como un tigre y corrió á colocarse delante de la puerta para cortarme la
retirada, brillando en sus manos la hoja de un puñal.
—¡Desgraciado! esclamó; ¡vienes á buscar la muerte á estos
sitios!
—No tal, respondí esforzándome por aparentar tranquilidad;
pero no la temo, y el amor á la ciencia me ha hecho desafiarla mas de una vez.
—Pues bien! no la desafiarás mas, porque vas á recibirla.
—Escucha, le dije, lugar tendrás de herir luego ; yo soy
rico, bien lo sabes; te ofrezco la mitad de mi fortuna en cambio de ese
sarcófago á cuyo pié te arrodillas continuamente, y aquí tienes á cuenta lo que
apenas es la vigésima parte de la suma prometida.
»Hablando así, empecé á tomar puñados de oro del que llené
mis bolsillos y á arrojárselos á los piés.
—No, no, replica: siendo este lugar conocido de otro, mi
felicidad, suceda lo que suceda, quedaría destruida para siempre; me has robado
mi secreto, pero sufrirás la pena correspondiente á tu crímen.
»Dichas estas palabras se lanza á mí con el puñal levantado;
pero ya habia yo preparado una de mis pistolas, y sin retroceder un paso le
salté la tapa de los sesos...
—Señor! señorl gritó el anticuario Athanas levantándose
bruscamente y temblando de espanto; pensad bien lo que decís... habeis cometido
una carnecería... un asesinato...
—Qué quereis? Dios mio! el amor á la ciencia... Y despues,
querido mio, no hay que exagerar las cosas; me encontraba incontestablemente en
caso de legítima defensa; además, debo advertiros que ha ya algo mas de diez
años que pasó esto, y que en consecuencia he adquirido el beneficio de la
prescripcion.
—Pestel se dijo mentalmente M. Athanas; para anticuario me
parece este señor demasiado enterado del código penal.
M. de Lauregeon sentía al decir esto una fuerte comezon de
llamar en su auxilio á su ayuda de cámara; pero le pareció el estranjero tan
pacífico, tan convencido de su inocencia, y por otra parte, contaba cosas tan
interesantes para cualquiera que sintiese latir en su pecho un corazon de
anticuario, que resolvió escuchar hasta el fin la relacion de semejante
aventura. Acomodóse pues en su poltrona é hizo seña al narrador de continuar;
invitacion muda que comprendió este último, y á la cual obedeció en estos
términos sin denotar la menor emocion.
«Habiéndome asegurado de que el armenio habia muerto , fuí
derecho al sarcófago en el cual encontré una momia que me pareció en el mejor
estado de conservacion. Cerca de ella ví una cajita de madera de cedro de forma
estraordinaria y que aparentaba la mayor antigüedad. Tomé aquella cajita, apreté
un botoncito de oro que noté en una de sus caras, y abriéndose al instante,
saqué un manuscrito en papiro con caractéres geroglíficos. Careciendo de los
conocimientos necesarios para leer aquel precioso manuscrito, volví á dejarle
en la caja y coloqué esta última en uno de mis bolsillos. En seguida me apoderé
de la momia que saqué del sarcófago, y á la que reemplacé con el cadáver del
armenio; fué esta una gloriosa sepultura, por la cual confio estén sus manes
satisfechas. En fin junté el oro que inútilmente arrojé á los piés de mi
desgraciado rival, y me apresuré á salir de aquella tenebrosa estancia cuya
entrada oculté con el mayor cuidado. Al dia siguiente al amanecer llegué al
Cairo, donde hice embalar en el campo todos los objetos preciosos que queria
llevar conmigo; porque si bien mi conciencia no me acusaba de nada en razon al
caso de legítima defensa, no dejaba de abrigar cierta inquietud por las
consecuencias que pudieran resultar del caso, poco probable, sin embargo, en
que llegasen á conocimiento de la autoridad algunas de las circunstancias que
le acompañaron. Ocho dias despues me embarcaba para Trieste, y desde allí
marché á Viena donde se encontraba el depósito de todas las preciosas
antigüedades que tan laboriosamente adquirí.
»Pero me aguardaba una gran desdicha en mi tierra natal,
pues los acontecimientos políticos, junto con otras causas, habian arruinado al
banquero depositario de mi fortuna, y todo mi patrimonio se reducia casi á
cero; agoté mis cartas de crédito, y á escepcion de algunos puñados de oro, no
poseia mas que los objetos recogidos en mis largas y laboriosas
peregrinaciones. Es verdad que estos hubieran bastado para componer el museo
mas curioso del mundo, pero era necesario clasificar , catalogar todo aquello ,
porque habia sido obra de muchos años, y despues, ay de míl apenas concluido
este trabajo, tuve necesidad de vender para mi subsistencia una parte de mis
colecciones, luego otra parte , y mi situacion no se mejoraba, quedando sin
resultado mis memoriales pretendiendo un empleo, y viéndome por último
despojado de todo el fruto de mis afanes.
»Ah! señor, que dolor tan amargo esperimenté la primera vez
que tuve necesidad de separarme de algunos de mis queridos y preciosos objetos;
vertí lágrimas de sangre, y este dolor se aumenta cada vez que se hace
indispensable un nuevo sacrificio; pero ninguno comparable al que esperimenté
hoy. A pesar de todas mis desgracias, quedábame un tesoro inestimable, tesoro
que me ha costado la sangre de un hombre; pues bien, es menester que me separe
de él ó que muera de miseria... Dios mio! he soportado privaciones de toda
clase: he luchado contra el hambre, pero ella me ha vencido...
Al llegar aquí enjugó el estranjero las lágrimas que corrian
por sus mejillas; M. de Lauregeon estaba conmovido, y ya iba á ofrecer algun
dinero á aquel pobre hombre, cuando este dijo :
»Señor, no obstante que la desgracia me agobie, tendré un
consuelo, y será el ver mi tesoro en manos dignas de poseerle, y la esperanza
de verle pasar á tales manos es lo que me trae á vuestro lado.
»E1 profundo y casi inaccesible retiro en que yo he
penetrado, era el templo subterráneo donde los antiguos sacerdotes egipcios
celebraban los misterios de Isis; he adquirido una seguridad de esto, y no es
dudoso que la momia que he hallado sea el cuerpo de esta reina, divinizada
despues de su muerte; las palabras que pronunció el armenio en su éstasis,
arrodillado ante el sarcófago, bastarian para convencerme de ello, porque aquel
hombre era de los mas sabios que he conocido jamás, y él no pudo figurarse que
nadie le escuchase en aquel momento; pero esta es una prueba mas incontestable
aun.
Al decir esto el visitador sacó de su bolsillo una caja de
madera de cedro de una antigüedad incontestable, y habiéndola abierto estrajo
de ella un geroglífico en papiro que desdobló con mucha precaucion,
presentándosela áM. Athanas, admirado ya de cuanto habia oido.
—Ah! esclama, qué lástima que no tengamos aquí un discípulo
de ChampollionI porque lo confieso, la lengua geroglífica me es desconocida.
—Señor, dijo el visitador, este papiro es la adquisicion mas
preciosa que jamás haya poseido un anticuario; pero sé muy bien á quién me
dirijo , y no me pesa confiárselo. Hacedlo examinar y que le
traduzcan si es posible; yo volveré dentro de ocho dias y traeré la momia.
Exijo diez mil francos lo último; no dudo que obtendria un precio mucho mas
elevado haciéndola vender en el martillo; pero este tesoro podría caer así en
manos indignas, y yo moriría de desesperacion.
M. de Lauregeon quedó profundamente afectado de semejante
proceder. Diez mil francos! la suma era fuerte sin duda; pero de qué maravilla
no se iba á enriquecer su gabinete, y qué importancia no iba á dar esta
posesion á su nombre en el mundo sábiol... Y luego aquel pobre baron arruinado
contribuia ya á esto llamándole á boca llena la luz, solo porque permitia que
se tradujese el precioso papiro; en fin, su dolor, sus lágrimas, la confesion
de muerte con que se habia declarado culpable, todo esto atestiguaba su
sinceridad.
—Sejor, dijo al cabo de algunos instantes de reflexion;
acepto vuestra proposicion, aplazándola para cuando el manuscrito se haya
traducido : esto tardará unos ocho dias y es probable que entonces nos
entendamos completamente.
El baron de Cratzenoffen enjugó sus lágrimas por última vez,
y temblando de emocion se retiró protestando que aquel dia era uno de los mas
bellos de su vida.
Por su parte M. Athanas de Lauregeon se hallaba muy
satisfecho. Desde aquel mismo dia se puso á buscar algun pobre diablo de sábio
capaz de traducir el famoso papiro , lo que era bastante difícil de encontrar;
porque los discípulos de Champollion son poco numerosos. Llegó sin embargo á
descubrir uno que consentia en traducir el precioso manuscrito, y M. Athanas se
prendó tanto de su contenido que cuando apareció el baron arruinado con su
momia, se terminó el negocio á satisfaccion de ambos.
Hé aquí, pues, al sábio M. de Lauregeon poseedor de una
maravilla sin ejemplo y bien repleto de orgullo, pensando en el ruido que iba á
producir en el mundo. Era imposible que el dia de mañana llegase á París un
estranjero ilustre sin ir á visitar el gabinete del sábio de la calle
Duguay-Trouin; aquel gabinete en que se encerraban los verdaderos restos, en
carne y hueso, de la diosa Isis. Para que así fuese, M. de Lauregeon habló en
todas partes de la importante adquisicion que habia hecho, y despues imaginó
tener una reunion científica en la cual se leyese la traduccion del manuscrito
en el papiro, y se espusiese á la admiracion de los circunstantes la divina
momia ; es decir, que se la despojaría de las vendas betuminosas que la cubrian
hacia ya mas de cuatro mil años. En operaciones de igual naturaleza se habian
descubierto planchas de oro con inscripciones, y en el caso presente podia
encentrarse algo semejante; por eso se apresuraron todos los sabios invitados á
asistir á aquella velada, y bé aquí por qué el silencio de la calle
Duguay-Trouin, en cuyo pavimento crece la yerva, era turbado á las ocho de la
noche por el ruido de los carruajes.
Todo se hallaba convenientemente dispuesto para semejante
solemnidad en el salon de M. de Lauregeon: habíase levantado una tribuna en uno
de sus estreñios , y en el centro, en una ancha mesa, se habian depositado la
caja de cedro que contenia el papiro y la momia encerrada en una gran caja de
anacardo que M. Athanas habia mandado construir espresamente.
Luego que todos se hubieron reunido M. de Lauregeon sube á
la tribuna y anuncia que iba á leer la traduccion del manuscrito en papiro, el
que todo el mundo podria luego examinar sin tocarle, no obstante, en razon á la
estrema fragilidad de aquel monumento sobre el cual habian pasado mas de
cuarenta siglos. Guardóse un profundo silencio, y el orador leyó la traduccion;
héla aquí:
«Mortal, prostérnate! humilla tu frente hasta tocar el
suelo! porque te hallas en presencia de la divina Isis, la cual ha predicho que
despues de un descanso de muchos miles de años, sus despojo» mortales caerian
en manos de los profanos, y nos ha ordenado escribir la historia de su vida,
para que llegue á las generaciones que deben suce- derse hasta el fin del
mundo. Arrodíllate, pues, profano, y lee ya que así lo ha querido nuestra
celeste soberana.
»Antes de que el mundo fuese creado, la inmensidad , el
infinito se encontraban bajo el dominio de Chrono y de Rhea, que no han tenido
principio ni fin. Luego que Chrono hubo creado el cielo y la tierra, dio Rhea
el dia ó la luz á dos jóvenes, Osiris é Isis, y Chrono los easó, haciéndoles
despues tomar la forma humana y enviándoles á reinar en la tierra, á fin de que
diesen leyes á los hombres y los sacasen del estado de barbarie en que se
encontraban.
«Estos divinos jóvenes civilizaron primero el Egipto; y
dejando Osiris á Isis el gobierno de este pais, se puso á la cabeza de un
ejército numeroso con el cual recorrió el mundo y subyugó todos los pueblos, no
por la fuerza de sus armas, sino por la civilizacion y haciendo nacer todas las
artes.
«Pero mientras que obedeciendo á Chrono, Osiris creaba de
este modo la edad de oro, prodigándola en su curso la felicidad y el amor á la
virtud, fué Rhea madre de otro hijo que debia ser el dios del mal y que recibió
el nombre de Typhon; mas habiendo reconocido Chrono los malos instintos del
recien nacido, le arrojó del cielo. Typhon entonces se refugió en Egipto, donde
de buenas á primeras intentó destronar á Osii
ris; pero Isis que tenia con mano firme las riendas del
Estado y que era querida del pueblo, desbarata fácilmente los proyectos de su
malvado hermano, y Typhon aparentó ceder al influjo de mejores sentimientos;
empero esto no fué mas que pura hipocresía de su parte, pues que sometido todo
en apariencia á la autoridad de la reina, conspiraba él á ¡a sombra del
misterio, llegando á reunir setenta y dos conjurados y el apoyo de Aso, reina
de Etiopia, que aprovechaba la ocasion de aliar á sus intereses á aquel bicho
ruin cuya vecindad temia.
»Sin embargo, Osiris, despues de recorrer toda la tierra,
Tolvia lleno de bendiciones de sus pueblos. Celebróse su vuelta con grandes
fiestas, siendo Typhon uno de los primeros que se apresuraron á felicitarle, y
le invitó á un magnífico festin al que debian asistir los setenta y dos
conjurados. Despues dela comida se empezaron muchos juegos y ejercicios, y
Typhon hizo se le llevase un cofre de un trabajo maravilloso, declarando que
seria de la propiedad de aquel que le llenase completamente con su cuerpo.
Todos los convidados lo probaron sucesivamente ; pero su talla era sumamente
pequeña, como que cabian dos de ellos en el cofre.
—Veamos, dijo Osiris que era de estatura divina.
«Entró pues en el cofre y le llenó completamente; pero
Typhon y sus acólitos le cerraron, forrándole de hierro y plomo, en cuya
disposicion le arrojaron alNilo, que le arrastró hasta la mar, en laque entró
por la desembocadura del rio llamado Tatúico, y al que desde aquella época no
se acercan los egipcios sin horrorizarse.
«Encontrábase Isis en la ciudad de Chenmis cuando recibió la
nueva de este fatal acontecimiento; inmediatamente se viste de luto y manda
llamar á Anubis, divinidad secundaria que llevaba una cabeza de perro sobre sus
hombros de hombre, y le ordena acompañarla en el viaje que iba á emprender en
busca del cuerpo de su esposo. Anubis, que habia sido uno de los mas fieles
compañeros de Osiris, con el que recorrió toda la tierra, obedeció en seguida á
la desconsolada viuda y ambos se pusieron en camino para cumplir tan piadoso
deber.
«Conducido por las olas el cofre que contenia al dios erró
por largo tiempo en la inmensidad de los mares, y últimamente fué llevado por
los vientos á la costa de Byblos y arrojado en medio de un chaparral de brezos
que lo rodeó con sus ramas, adquiriendo tal fuerza de vejeta- cion, que al poco
tiempo se hizo un árbol colosal, cuya cima se perdia en las nubes. Habiendo
observado el rey de Byblos aquel árbol tan majestuoso, mandó que de él se
hiciese una columna destinada á sostener la cúpula de su palacio.
«Mientras pasaba todo esto, Isis y su fiel Anubis
recorrianla tierra
y los mares, pidiendo informes en todas partes, y de este
modo llegaron á saber la aventura del árbol prodigioso. No necesitó mas la
diosa Isis para adivinar toda la verdad. Despidiendo inmediatamente al fiel
Anubis, se dirigió ella á Byblos y fué á sentarse en un paraje próximo al
palacio del rey , donde sus lágrimas y belleza llamaron bien pronto su
atencion; la reina la llamó y ofreció tomarla de nodriza de su hijo, lo que al
momento fué aceptado á fin de acercarse todo lo posible á su querido Osiris.
»Ya tenemos á la diosa instalada en el palacio: sus
funciones eran fácilmente desempeñadas , porque durante el dia bastábale poner
uno de sus dedos en la boca del real infante para mitigar su hambre, y por la
noche le rodeaba de un fuego celeste para que nada pudiese turbar su sueño. El
resto del tiempo de que podia disponer se convertia en paloma é iba á posarse
sobre la columna que encerraba los restos de su esposo. Duró esto algun tiempo
hasta que una noche habiendo querido la reina ver á su hijo, prorumpió en
gritos de espanto al encontrarle rodeado de llamas; pero Isis, que se hallaba
entonces sobre la columna, llegó á todo volar cerca de la reina, y habiendo
tomado su forma ordinaria , se dió á conocer y declaró que, puesto que su
secreto habia sido descubierto, queria que se le diese la columna en la cual se
veía encerrado el dios su esposo.
»Accediendo el rey á los deseos de la diosa, volvió esta á
Egipto con su preciosa carga, llegando así cerca de la ciudad de Buto donde su
hijo Horus era secretamente educado, y en la cual penetró despues de haber
ocultado en sitio casi inaccesible el féretro de Osiris; pero mientras ella se
ocupaba de su hijo, Typhon descubria el escondite del féretro; saca de él el
cuerpo de Osiris, le divide en catorce pedazos y los dispersa á distancia
considerable los unos de los otros.
»Isis se dedicó nuevamente á buscar el cuerpo de su esposo,
y no teniendo buques se fabricó una barca de papiro con la cual registró las
riberas y las siete bocas del Nilo. Sus investigaciones tuvieron un resultado
casi completo, porque de catorce fragmentos del cuerpo de Osiris, encontró
trece, y pudo levantar tumbas y templos en toáoslos puntos en que Typhon los
habia arrojado.
»Sin embargo, Osiris, á consecuencia de la traicion de
Typhon, no habia hecho mas que dejar su envoltura humana para subir al cielo, y
descendió á la tierra para acabar de educar á su hijo Horus y ayudarle á
derribar al usurpador. Horus, animado del deseo de vengar á su padre, reunió un
ejército considerable, atacó á Typhon, lo venció y lo hizo prisionero.
Desgraciadamente en un momento de clemencia suprema Isis salvó al asesino de su
esposo, pero Horus se indignó tanto que arrancó á su madre la diadema que
llevaba, y la reemplazó con unos cuernos de vaca; despues batió por segunda vez
á Typhon y habiéndole puesto en la imposibilidad de ofenderle mas, volvió á
tomar posesion del trono de su padre y reinó tranquilamente.
«Entonces fué cuando Osiris volvió al cielo, y cuando Isis,
con objeto de acompañarle, se despojó de la envoltura terrestre que yace en
este sarcófago; pero antes mandó al gran sacerdote Hermés, autor do todos los
libros santos del Egipto, escribir la historia de su estancia en la tierra y
depositarla cerca de sus despojos mortales, y por haber sido el historiador de
la diosa es por lo que he recibido, yo, Hermés, el glorioso sobrenombre de Tres
veces yrandel
»Y ahora, mortales, inclinaos de nuevo en honor de la diosa
Isis, en honor de Osiris, cuya alma anima al buey Apis; en honor de Sera- pis,
formado del cuerpo de Osiris, y por último, en honor de Hermés, cuya mano ha trazado
estos caractéres sagrados que deben durar tanto como el mundo.»
Esta lectura valió á M. de Lauregeon las felicitaciones de
toda la asamblea; la caja del papel anduvo de mano en mano; cada uno devoraba
con la vista estos caractéres sagrados, y el sábio anticuario se declaró el mas
dichoso entre los dichosos. El entusiasmo llegó á su colmo cuando este dichoso
mortal anunció que iba á proceder á la abertura de la momia; todos los
concurrentes se situaron alrededor de la gran mesa iluminada por veinte bujías.
Con una mano temblorosa de emocion M. de Lauregeon levantó
las primeras vendas; hizo notar la finura del tejido, el olor que se exhalaba,
y continuando la operacion, llegó al último velo que levantó con doble emocion.
Júzguese de la admiracion general! No habia hojas de oro debajo de esta
envoltura, pero en cambio se vió un cuerpo enteramente velludo cuyos brazos
estendidos llegaban hasta la mitad de las piernas. Una palidez repentina cubrió
la cara del dueño de la casa; sus facciones quedaron trastornadas, y sin
embargo, por un esfuerzo casi sobrehumano , llegó á reponerse un poco.
—Señores, dijo, la cosa es estraña, sin duda; pero no es
menos cierto que en una época tan atrasada se encontrase el cuerpo humano en
las mismas condiciones que en nuestros dias, y la Biblia misma nos ofrece en la
historia de Esaü y de Jacob, el ejemplo que tenemos hoy á la vista.
—Tambien en nuestros dias, añadió uno de los concurrentes,
la cosa es bastante comun; pero no debe perderse de vista que es de una diosa
de lo que se trata.
—Por mi parte, dijo otro, no me admiro de que la diosa Isis
sea velluda; porque sustituyendo con cuernos de vaca la diadema que ella
lievaha anteriormente, es muy natural que su respetuoso hijo le hubiese
acumulado otros atributos del mismo animal; pero yo busco estos cuernos y no
veo vestigio de ellos.
Esta observacion, muy racional, aumentó singularmente la
confusion de M. de Lauregeon, el cual trató de parar este nuevo golpe, y dijo
balbuceando y turbándose cada vez mas:
—Los cuernos... es cierto... la diosa no presenta sus
cuernos... pero puede ser que no los haya conservado hasta su muerte; el que se
los dio pudo muy bien quitárselos... El grande Hermas nada nos ha dicho de
esto; es un detalle que ha podido olvidar, y en todo caso esta omision no puede
afectar á una autenticidad tan bien establecida.
—Hura ! dijo un docto viejo algo mas tabacoso y menos
tratable que los demas; el asunto no me parece bastante claro; he asistido á la
abertura de cincuenta momias, y hasta aquí todavía no habia visto una que se
pareciese tan bien á una mona.
—Señores, gritó el mas jóven de los espectadores; apercibo
bajo uno de los brazos de la momia una targeta que creo destinada á dar alguna
luz sobre todo esto.
A estas palabras alargó la mano y cogió una targeta atada
con un hilo y leyó: Gabinete zoológico del baron de Gratzenoffen.—Chimpauce hembra,
embalsamada según el método Gannal.
Una carcajada de risa homérica embargó la voz del lector.
Esto fué para M. de Lauregeon el golpe de gracia: se dejó caer en su asiento,
sus ojos se cerraron, y su corazon dejó de latir; habia perdido el conocimiento:
fué preciso llevarlo á su cama... El sábio estaba muerto moralmente, y sus
amables colegas se regocijaban mentalmente; la mayor parte de estos últimos se
retiraron frotándose las manos con una satisfaccion mal disimulada, y por lo
tanto no eran cómplices del astuto baron de Gratzenoffen; pero se puede casi
asegurar que no valian mas que él.
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