jueves, 7 de julio de 2016
El Enigma De Los Fuegos de Laroya
A mediados del siglo pasado, unos misteriosos fuegos
asolaron durante varias semanas una pequeña zona de la provincia de Almería.
Combustiones espontáneas que, día y noche, atormentaron y en algunos casos
chamuscaron a los vecinos de Laroya.
Creo que podríamos decir, sin miedo a equivocarnos, que los
misteriosos fuegos de Laroya siguen siendo hoy en día uno de los expedientes
por resolver que tiene España. A pesar de que cuando todo ocurrió, el Gobierno
tomó cartas en el asunto, ningún científico ni investigador pudo sacar nada en
claro.
Laroya es una pequeña población andaluza de la provincia de
Almería que se encuentra en la sierra de los Filabres a 8 kilómetros de
Máchale. Todo ocurrió el día 16 de junio de 1945 sobre las cinco de la tarde.
El ambiente en la población era extraño, ya que había una densa niebla, poco
habitual en esas fechas, y en todas partes se respiraba una especie de olor a
azufre o algo similar. La niña de catorce años María Martínez Martínez, vecina
de la población, jugaba por el cortijo Pitango y, según los testimonios, pudo
ver una especie de bola de color azulada “como bajar del cielo” y que prendió
el mandil que llevaba puesto. El impresionante susto de la niña la hizo
reaccionar y de inmediato apagó las llamas que por su cuerpo se estaban
extendiendo. Los jornaleros qu trabajaban en el cortijo, alertados por los
gritos de la pequeña, fueron en su ayuda. No daban crédito ante tal asombroso
fenómeno.
Pero más tarde se percataron de que también a la misma hora
de lo ocurrido, en la ladera contigua de la montaña, y concretamente en el
cortijo Franco, comenzaron a arder de manera similar – de forma inexplicable –
unos capazos y unos montones de trigo, que además estaba verde.
En ambos casos, el fuego se inició sin ninguna causa. los
habitantes de Laroya estaban completamente atemorizados, pues, al no poder
entender la situación, temían que volviese a producirse e incendiara a alguien
más. Y así fue, al poco volvía a producirse otro extraño fuego inexplicable, y
luego otro, y así muchos otros conatos que aparecían por doquier, hasta que esa
misteriosa niebla “pululante” en el lugar se levantó, cosa que ocurrió a eso de
las once de la noche.
Cuando todo se calmó, hubo una reunión de vecinos en la que
acordaron realizar una batida por la zona, pues todo apuntaba a que algún
pirómano estaba por el lugar haciendo de las suyas. Con candiles, lucernas y
farolillos fueron a buscar por entre la maleza y algunos recovecos para
identificar al posible causante. Pero su búsqueda resultó del todo infructuosa.
A la mañana siguiente, atemorizados, los vecinos de Laroya
corrieron al retén de la Guardia Civil de Macael para advertirles de lo que
estaba ocurriendo y pedirles “ayuda urgente”. De este modo, y comandados por el
cabo Santos, partieron veloces cuatro guardias al galope con sus caballos por
el rudo camino de los Filabres en dirección a Laroya. Según un testimonio, nada
más llegar al pueblo, mientras estaban entrevistándose con un vecino, pudieron
ver con sus propios ojos cómo la chaqueta de un agente, que había dejado
colgada en una percha, ardía sin remedio. Igual ocurrió con una escoba, con una
silla y otros utensilios que estaban por allí. Incluso vieron cómo una pobre
gallina que andaba picoteando el suelo comenzaba a arder de manera espontánea.
El cabo Santos les pidió paciencia aunque los vecinos le dijeron que no podían
perder tiempo: “¡Se nos quema todo!”, y en ese momento, en el cortijo de
Estella, con los guardias presentes como testigos, observaron todos el fuego
extenderse por la techumbre de la casa, la cuadra, la despensa y hasta los
embutidos que allí tenía almacenados.
Los miembros de la Benemérita decidieron informar
rápidamente de lo que estaba sucediendo al gobernador civil, y éste dio la
orden de enviar de inmediato a especialistas a la población para que
averiguasen qué estaba ocurriendo en Laroya. De ese modo llegaron al pueblo el ingeniero
Rodríguez Navarro (jefe del Observatorio Meteorológico) y otro ingeniero de la
Jefatura de Minas de la zona. Estuvieron investigando durante varios días, pero
los incendios se repitieron una y otra vez. El día 23 de ese mismo mes, ellos
mismos presenciaron un incendio espontáneo en el cortijo Fuente del Sax,
propiedad de Silverio Sánchez Martín.
El día siguiente sería uno de los de mayor actividad. Se
produjeron nuevos incendios en el cortijo del Cerrajero y en el de Gabriel
Martínez, que causaron muchos daños materiales, sobre todo, de utensilios y
ropas. Según las declaraciones de la época era “como si aquellos fuegos
tuvieran vida propia, como si actuasen de manera inteligente”. Durante ese día
se produjeron más de cien fuegos inexplicables en diferentes lugares.
Durante dos semanas hubo más de trescientos fuegos
espontáneos en toda la zona. El mismo cura de la aldea pasaba mañana, tarde y
noche tocando las campanas, “avisando a fuego”, ya que cuando parecía que se
extinguía un incendio, se declaraba otro en otro lugar. Los diarios de la época
reflejaron los hechos ocurridos en la población de Laroya y, como consecuencia,
curiosos de todas partes acudieron a la localidad para ver los misteriosos
fuegos o para ayudar en caso de necesidad.
Tras analizar los detalles, los ingenieros que estudiaban el
caso plantearon varias hipótesis. Sobre todo, se centraban en un hecho ocurrido
en Almería durante el mes de noviembre de 1741, donde según las crónicas, una
nube impulsada por un fuerte viento del este se desplazó hasta las montañas que
coronan la capital. De repente dejó caer una lluvia de “chispas”, que
prendieron fuego a muchos lugares del campo, e incluso a una escuadra inglesa,
comandada por M. de Court, que estaba en el puerto de Almería.
Dicho fenómeno fue asociado al cercano volcán italiano Etna,
que tras un fuerte viento depositó una especie de carga en una nube que se
trasladó hasta nuestro país. Los ingenieros comprobaron que las horas de acción
de tales fenómenso de 1741 coincidían con la de los fuegos de Laroya.
El informe de los resultados firmados por el ingeniero don
José Cubillo, detallaba cómo se establecieron varias hipótesis para demostrar
la naturaleza de los misteriosos fuegos. Según éste, se pensó en bolsas de gas
contenidas en el aire, fenómenos atmosféricos puntuales tipo rayo-bola,
concentraciones inflamables de materia o gases, y muchas otras causas, pero
todas las hipótesis fueron desechadas poco a poco por los propios analistas,
pues no encontraban argumentos que los sostuvieran. Incluso, al igual que en
1741, se especuló con que pudieran ser las propias cenizas del volcán Etna,
pero nuevamente esta explicación fue descartada. También se descartó la
hipótesis, especialmente reseñada, de la actuación humana como productora de
las combustiones espontáneas, pues había numerosos testigos y pruebas que
corroborasen la espontaneidad de los fuegos.
Los científicos salieron del pueblo tal como habían venido,
sin una clara explicación. Fue entonces cuando las más ancianas del lugar comenzaron
a difundir por el pueblo el rumor de que se trataba de una maldición muy
antigua. Según parece, hacía muchos años un moro llamado Jamá fue acusado de
hereje y ajusticiado por la Inquisición en la aldea de Laroy y, mientras ardía
en la hoguera, juró venganza eterna al pueblo por haberlo delatado.
Por otro lado, también había quien relacionaba todos estos
hechos con el mismísimo diablo, sobre todo porque muchos decían que,
acompañando a los fuegos, se respiraba un extraño olor a azufre que se propagaba
por el lugar.
Uno de los testimonios más interesantes del que también la
prensa se hizo eco fue que muchos de los testigos decían haber visto, cierto
día de extrema actividad misterios, “una especia de niño o “algo así”, como un
esqueleto suspendido en el aire, envuelto en fuego y del que se desprendía luz
y fuego”. Dado que el fenómeno siguió produciéndose, el Gobierno tomó la
decisión de enviar de nuevo a varios expertos para intentar dar una explicación
al insólito prodigio. Y así, el sábado 7 de julio lelgaron al pueblo un químico
y un fotógrafo, quienes, nada más hacer acto de presencia, fueron testigos de
la actuación del fuego en el cortijo Pitango, justo cuando el sol estaba en lo
más alto. El miércoles día 11 llegaron a Laroya más especialistas, en este caso
del Instituto Geológico Minero. Eran el ingeniero Carlos Ortí junto con el
señor Cubillo, que fueron quienes elaboraron el informe preliminar, días atrás.
También llegó con ellos un especialista del Instituto Geográfico, lo llamaban
De Miguel, e iba con el doctor López Azcona, del Instituto Geofísico del
consejo Superior de Investigaciones Científicas.
Días después, por parte del Servicio Meteorológico del
Ministerio de Defensa, llegaron a Laroya el teniente coronel y meteorólogo
Morán Samaniegos y su ayudante, el señor Sierra Silva. Mientras estaba en el
cortijo Pitango observando la situación, el propio Samaniegos vio cómo
incomprensiblemente ardía su capa. Del mismo modo, los instrumentos de medición
del ingeniero José Cubillo, quien estaba depositándolos en cierto lugar para
tomar datos, fueron completamente calcinados de manera espontánea y ante sus
propios ojos.
Los fuegos siguieron produciéndose, y los “supercientíficos”
enviados por el Gobierno sólo sabían hacer una cosa: “Echarse las manos a la
cabeza”. Cierto día, mientras estaban tomando datos y concentrados plenamente
en sus aparatos, vieron que en el cortijo Pitango se declaraba espontáneamente
un fuego que calcinó 30 kilos de harina que habían en una caldera. Muchos de
los investigadores comenzaron a asustarse pues ni comprendían ni controlaban la
naturaleza de los fenómenos. No tenían hipótesis científicas para esclarecer el
asunto, no sabían qué ocurría y, por ello, optaron por desistir en sus empeño y
abandonar la investigación sin datos concluyentes.
Tras esto, el Gobierno terminó por silenciar el sorprendente
hecho. Quizá no interesaba políticamente más publicidad de los misteriosos
fuegos de Laroya porque no tenían explicación.
Según las investigaciones realizadas y los testimonios
recogidos por Alberto Cerezuela Rodríguez, y que refleja en la magnífica obra
Enigmas y leyendas de Almería, los fuegos, además de presentar una especie de
“inteligencia”, tenían predilección por colores claros o blancos. Casi todas
las cosas que en un principio ardían espontáneamente eran claras: el delantal
de María, la gallina, las ropas,etc. A pesar de esto, luego, con la virulencia
de la actuación, comenzaron a arder cosas mucho más oscuras, como, por ejemplo,
la chaqueta del guardia civil.
Otro detalle interesante que cabe tener en cuenta es que,
antes de producirse los incendios, en el lugar había una “claridad luminosa”
extrema, que muchos definen como una especie de humo o niebla. Cuando ardían
los objetos, desprendían un olor muy intenso a azufre, petróleo o algo similar.
Y con respecto a esto, la mayor parte de los testigos no percibieron el olor
antes de estallar el fuego, sino después, cuando el objeto ya estaba ardiendo.
También cabe destacar una característica curiosa: casi todos
los objetos que ardían estaban situados a una cierta altura del suelo, aislados
eléctricamente; objetos colgados en perchas, ropas en armarios, etc.
Cuando se iba a apagar un fuego, si se le echaba agua, éste
tomaba más virulencia – tal como ocurre con fuegos producidos por
combustibles–, y la mejor forma de apagarlos era con una manta e incluso, a
veces, con la propia mano.
Posteriormente, cuando el silencio reinaba y nadie se
acordaba ya de los fuegos, ocurrió un hecho muy significativo y digno de
mención. En el pueblo comenzaron a encontrarse restos de petróleo que, muy
probablemente y tal como las investigaciones de la Guardia Civil demostraron,
alguien había puesto ahí. Parece ser que María, la Niña de los Fuegos confesó:
“Lo hice para que volviesen los hombres entendidos y que acabasen con los
fuegos”. Según la muchacha, no soportaba sentirse culpable de aquellos fuegos,
pues a causa de la prensa, de los comentarios de vecinos, del apodo que le
habían sacado, Niña de los Fuegos, y de que todo empezó con ella misma, la
joven pensó que había sido la causante de tan terrible maldición al pueblo.
Según sabemos, mucho tiempo después, la Niña de los Fuegos
se suicidó ingiriendo sosa caústica. Dicen que desde aquello que vivió
convencida de que estaba posída por algo diabólico, y aunque su suicidio
aparentemente no tuviese a que ver con el caso, psicológicamente podría haber
tenido algún trauma que derivó en su suicidio.
También de su hermana mayor se cuenta que se quitó la vida
arrojándose por un precipicio cercano. Y, de igual modo, su hermano José
Martínez se ahorcó dentro del propio cortijo Pitango. Como diría cualquiera en
la época: una maldición.
Una de las personas que vivieron estos extraños episodios
declaró muchos años después:”Los científicos no explicaron nada. Todos tuvimos
la sensación, y más con el tiempo, d que se nos ocultaba algo. “No era normal
que nadie nos diese una explicación, la Guardia Civil ordenó callar a todo el
mundo. A veces nos llegaba algún periódico, y veíamos como ya se había dejado
de hablar del asunto, pero aquí lo sufrimos durante dos meses más. Aquel fuego
aparecía de día, de noche… con llamas que flotaban en las habitaciones. Había
mucho miedo. Estábamos aterrados, se lo juro. Yo era tan sólo una niña, pero
¡como me acuerdo del sonido de las campanas tocando “a fuego” para avisar que
ya había aparecido otro, y otro! Aún recuerdo a las niñas quemadas, como María
Martínez o Mari Molina, a las que se les prendió el vestido y estuvieron a
punto de abrasarse vivas. Aquello era una cosa invisible. Casi todos creíamos
que se venía encima el fin del mundo. Entiéndame… ¡Es que nadie nos explicaba
nada!”.
A pesar de que nadie hizo mucho caso al tema de la maldición
del moro Jamá, que según algunos de los habitantes de Laroya podría haber
tenido algo podría haber tenido algo que ver, Pedro Amorós se molestó en
consultar algunos libros y textos sobre los procesos inquisitoriales de la
zona, y no, no encontró a ningún moro llamado Jamá. Sólo halló un proceso del
año 1561 relacionado con ese tipo de acusación de Macael y fue el de Juan de
Benavides:”Porque está relajado y dixo que era señal de Mahoma y del Cielo y
que aquella era buena y mejor que la de la Cruz, enviose preso con secuestro de
bienes”.
Y a pesar de que el Santo Oficio en esa época y, sobre todo,
en esta zona tan influida por la cultura musulmana sólo buscaba recaudación,
pudo ser muy probable que dicho personaje acabase relajado, es decir, quemado
en algún lugar. También pudo ocurrir que tras llevárselo, jurase venganza y,
aunque no hayamos encontrado su nombre, no implica que no existiese, ya que
muchas veces a estas personas se las conocía por los apodos, y quién sabe si
éste podría ser el famoso moro Jamá…
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