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domingo, 3 de mayo de 2020

Juana de Arco, La Mensajera de Dios


Juana De Arco, llamada la Doncella de Orleáns, era la heroína nacional y santa patrona de Francia. De baja estatura y cabello oscuro, nacida en Domrémy, en la Lorena francesa, nunca se autodenominó d’Arc, sino Jeannette Romée, debido a la costumbre en la región de que las niñas tomaran el apellido materno.

Desde niña tuvo una fe desmedida. A los 13 años experimentó la primera visión sagrada. Las “voces” que a partir de entonces escucharía con frecuencia procedían de San Miguel, Santa Catalina y Santa Margarita, que la guiaron hasta su muerte para asegurarse de que cumplía la misión que Dios le había encomendado: levantar el sitio a la ciudad de Orleans y llevar a Carlos al trono de Francia.

El contexto histórico que la rodeaba, estaba monopolizado por la cruenta guerra que libraban Francia e Inglaterra por el territorio galo.

Muerto el último heredero francés en 1328, la corona francesa pasó a manos de los Valois. Sin embargo, el monarca inglés Eduardo III no estuvo de acuerdo con que la línea hereditaria pasara a esta rama. De ahí que invadiera el territorio francés en lo que se conocería como la Guerra de los Cien Años.

Cuando Juana recibió sus primeras “voces”, la población francesa se encontraba dividida entre los borgoñones de Enrique VI – rey niño de Inglaterra –, y los armañacs del pusilánime y débil Carlos, hijo de Carlos VI.

La lucha por el trono se vio complicada, además, por las intrigas de Isabel de Baviera, esposa de Carlos VI, quien en el Tratado de Troyes tachó a su marido de loco e inhabilitó a su propio hijo, Carlos, asegurando que en realidad era un bastardo sin derechos.

Carlos vivía desde entonces exiliado de París en la localidad de Chinon. Francia se desangraba por momentos. Un milagro, y una antigua leyenda mantenían viva la esperanza para algunos…

En tiempos de Carlos VI, una misteriosa mujer llegó a la corte. Su nombre era María de Aviñón, la cual profetizó que una mujer llevaría a la perdición a Francia y que una doncella procedente de la Lorena salvaría de nuevo el país. El heredero Carlos recordaba una y otra vez la esperanzadora leyenda adjudicando el papel de traidora a su madre, cuando a sus oídos llegó la noticia de que una virgen de Lorena decía tener un mensaje de Dios para él.

A Juana, sin embargo, no le resultó sencillo que Carlos el heredero la recibiera. Sus “voces” le habían comunicado que Robert Liebaut, señor de Baudricourt, enviaría una escolta para ella hasta Chinon. Tenía 16 años cuando viajó hasta Vaucouleurs para pedirle audiencia. Y un inesperado incidente lograría que se la concedieran al fin.

En una de las ocasiones en las que Juana trató de llegar a Carlos, las “voces” le advirtieron de la inminente derrota de Carlos hijo en un nuevo intento de levantar el sitio de Orleans. Así se lo explicó al señor de Baudricourt que, como era de esperar, la ignoró.

Curiosamente, días después, un heraldo confirmó pérdida de la batalla justo el día en que Juana lo había anunciado. Conmovido, Liebaut envió a Juan de Metz y a Beltrán de Poulengy – dos de sus mejores hombres – a escoltar a Juana en su viaje hasta la corte de Chinon. Y aquellos dos feroces sanguinarios pronto se convertirían en leales seguidores de la adolescente.

Los grandes consejeros de Carlos, Georges de Tremoille y el arzobispo de Reims, se opusieron desde el principio a que una “vulgar campesina” hablara con Carlos en nombre de Dios.

Pero la joven obtuvo audiencia. Sin embargo, Carlos trazó un plan al poner en su lugar a otro caballero, mientras él se escondía entre la gente. Juana avanzó entre un mar de miradas escépticas y caminó hacia el impostor, y mirándole, dijo: “¿Quién sois vos? ¿Dónde está el verdadero Carlos?”.

Juana comenzó a recorrer la estancia observando a todos los hombres, hasta que sus ojos se detuvieron en un joven de aspecto asustado. Se dirigió hacia él, levantó su mano y exclamó: “¡Señor, el Dios de los Cielos me envía con un mensaje para vos!”. El sorprendido caballero se estremeció y la llevó a sus aposentos para escuchar en privado el mensaje – ahora sí lo creía – de aquella enviada de Dios.

La conversación, de haberse mantenido el acta original, habría salvado a Juana más tarde. Algunos cronistas han podido recuperar parte de aquella conversación.

Temerosos de que aquella extraña muchacha influenciara a Carlos, Tremoille y el arzobispo de Reims sugirieron a este que Juana se sometiera ante un tribunal eclesiástico. Efectivamente, Juana era cristiana.

No contentos con este fallo, propusieron que la suegra de Carlos, Yolanda de Aragón, comprobara la hipotética virginidad de Juana, ya que las mujeres que pactaban con el diablo lo hacían a través de contacto carnal. El himen intacto de Juana fue, de este modo, comprobado. Dos pruebas que también serían ignoradas en el proceso final de Ruán.

Desde el momento en que Carlos permitió que Juana partiera hacia Blois a reunirse con el ejército que levantaría el sitio de Orleans, la Doncella rasuró su cabello, se enfundó en una armadura y renunció para siempre al vestuario de mujer.

Pero le faltaba aún un arma que empuñar en la batalla. Y Juana supo dónde encontrarla. A través de un sueño, Santa Catalina le comunicó que una espada aguardaba, enterrada, tras el altar de la capilla erigida en su honor en Fierbois. Juan Pasquerel, dominico y confesor de Juana, acudió al lugar indicado por el sueño.

Tras cavar junto con los frailes de la capilla, su pala chocó contra algo metálico: una espada yacía sepultada exactamente donde la “voz” había señalado. Además, el óxido que cubría la espada, fue transformándose en un limpísimo acero.

Inmediatamente se ganó el respeto de los soldados, además de organizarlos y que mantuviesen las formas. Juana trasladó a las tropas la idea de que el ejército de Dios no debía estar en pecado, porque “sólo así, Él nos conducirá hacia la victoria”.

Juana había acudido a Blois con la idea de liberar Orleans, pero Carlos se limitaba a proveer de víveres a los habitantes sitiados. Cuando se percató de la verdad, entró en cólera. Los capitanes, entre ellos el controvertido Gilles de Rais, intentaron calmarla.

La situación se complicó al impedir el viento el avance de las barcas con el avituallamiento. Pero Juana, de pronto, cerró los ojos y dijo: “No os preocupéis, mis voces me dicen que el viento va a cambiar”. En ese instante, el aire modificó su dirección y las barcas llegaron sin dificultad a Orleans. El silencio reinante en el ejército era una confirmación: aquella muchacha era la Doncella de la profecía. Y ella les llevaría a la victoria, con la ayuda de Dios.

Poco a poco, se fue liberando Orleans. Durante la batalla, Juana comunicó a los suyos que iba a resultar herida en el hombro izquierdo. Y así fue. Ignorando las súplicas de los capitanes, regresó al campo de batalla para gritar a los ingleses que “la bruja (como la llamaban los partidarios del niño rey Enrique), no ha muerto. Rendiros, en nombre de Dios”.

El 7 de mayo de 1429, Orleans quedaba libre del asedio.

“Majestad, Orleans se ha perdido por culpa de una hechicera que pacta con el demonio.”
Así encabezó el duque de Bedford, regente del niño rey inglés, la carta en la que comunicaba la derrota al monarca. Enfurecido por el poder que emanaba de la Doncella, Bedford decidió poner precio a la “bruja” francesa. La quería suya. Y la quería viva para quemarla.

Es curioso el hecho de que Juana nunca mató personalmente a nadie. Es más, antes de cada ataque, exhortaba a las tropas enemigas a que se rindieran. Y lo más extraño es que este procedimiento tuvo éxito en muchas ciudades, como Troyes y Reims, siendo esta última el lugar donde Carlos finalmente fue nombrado monarca.

Poco después de la coronación, Juana ansiaba llegar hasta París y liberarla de la presión inglesa, pero el ahora rey comenzó a encontrar a la impetuosa joven incómoda y contraria a sus planes. Además, Tremoille y el arzobispo de Reims le recordaban continuamente cómo el pueblo la amaba, “incluso más que a vos, mi señor…”.

Para alejarla de la corte, Carlos VII envió a Juana a luchar en diferentes plazas. Por entonces, el pánico se apoderó de ella. Durante un tiempo creyó perder el contacto con sus “voces”, hasta que Santa Catalina resurgió de la nada para comunicarle que París no caería antes de siete años.

En la batalla por liberar Compiégne, Juana fue apresada por los aliados de Inglaterra, comandados por Felipe de Borgoña.

Nada más apresarla, Felipe, duque de Borgoña, le propuso que cambiara sus simpatías y arengara a las tropas inglesas y borgoñonas contra el rey de Francia. La rotunda negativa de la Doncella hizo que el duque pusiera precio a su cabeza. Un precio que Carlos VII jamás quiso pagar para liberar a su más leal servidora y que permitió al duque de Bedford, en noviembre de ese mismo año, ofrecer 20.000 libras por ella. Por fin, la “bruja” francesa era suya.

Como la ley inglesa impedía matar a los prisioneros de guerra, Bedford se las arregló para que un representante de la Iglesia, Pedro de Cauchon (un ambicioso obispo de Beauvais), iniciara los trámites para juzgar a la prisionera por brujería, sedición contra el rey inglés y herejía.

Enrique de Inglaterra le recompensaría el arzobispado de Ruán. Cauchon se puso manos a la obra.

El proceso fue una farsa. Primero, porque el obispo de Beauvais carecía de autoridad para juzgarla en Ruán, donde tuvo lugar la vista. Además, Juana ya había pasado por un tribunal eclesiástico que la había declarado inocente, y decenas de testigos y espías negaron su relación con la magia negra.

Durante meses, Juana se sometió a las preguntas de Cauchon, negándose a desvelar el mensaje dado por el Señor de los Cielos a Carlos. Continuos malos tratos, poco alimento, e interminables sesiones de acusaciones falsas, como pactos con demonios, llevar mandrágora prendida en su pecho para conseguir sus hechizos, fornicar en prostíbulos, utilizar artes adivinatorias para localizar la espada de Santa Catalina, disuadir al rey e incitarle a la batalla en vez de a la paz, abandonar por orden de espíritus diabólicos las ropas de mujer…

Sistemáticamente, sus respuestas eran obviadas de las actas. Imploró que la permitieran confesarse y comulgar, pero Cauchon la instaba a que para ello debía cambiar sus ropas de hombre por las de mujer.

El día de la abjuración, Cauchon la llevó a la plaza del mercado de Ruán, donde estaba preparada la hoguera. Juana sentía terror. Los dominicos que intentaban protegerla le suplicaron que abjurase de cuanto había dicho en el juicio. Así podría regresar al seno de la Iglesia y permanecería en un convento el resto de sus días. Tentada por esta idea, decidió abjurar y aceptó desprenderse de su ropa de hombre para vestir una túnica femenina de penitente. Pero Cauchon, indignado por el desarrollo de los acontecimientos, la condenó a cadena perpetua en la misma prisión militar.

Las crónicas nunca se han atrevido a asegurar que, esa noche, Juana de Arco fuera violada. Sin embargo, Martin Ladvenu, que al fin escuchó a Juana en confesión, aseguró que había sufrido terribles humillaciones. A la mañana siguiente, apareció desnuda y golpeada por sus celadores. La túnica le había sido arrebatada y, para cubrir su cuerpo, Juana volvió a vestir sus viejas ropas de hombre. Esta reincidencia en tan singular “delito” la condujo irremisiblemente a la excomunión y a la hoguera.

Para la Doncella, sin embargo, la muerte aquel 30 de mayo de 1431 fue, en realidad, una liberación. Atada sobre la pira, cuando las llamas habían empezado a devorar sus piernas, se la oyó gritar: “¡Mis voces venían de Dios, y todo lo que hice fue por su orden!”.

Los cronistas relatan que Juana suplicaba que la acercaran una cruz, y que un soldado inglés, aterrorizado de pensar que estaba quemando a una santa, construyó con dos maderos un crucifijo que le acercó al rostro. “¡Levanta el crucifijo hasta mis ojos para que lo pueda ver hasta que muera!”, la oyeron decir. Por encima del crepitar de las llamas, las últimas palabras de Juana de Arco resonaron en un extenuado estertor de voz. Fueron “Jesús, Jesús, Jesús!”. Después, nada. Tenía 19 años.

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