viernes, 11 de septiembre de 2020
La Caja Ronca
En Ibarra se dice de
dos grandes amigos, Manuel y Carlos, a los cuales cierto día se les
fue encomendado, por don Martín (papá de Carlos), un encargo, el
cual consistía en que llegasen hasta cierto potrero, sacasen agua de
la acequia, y regasen la sementería de papas de la familia, la cual
estaba a punto de echarse a perder.
Ya en la noche, los
dos caminaban entre los oscuros callejones y a medida que avanzaban,
se escuchaba el escalofriante “tararán-tararán”.
Con los nervios de
punta, Manuel y Carlos se ocultaron tras la pared de una casa
abandonada, desde donde vivieron una escena que cambiaría sus vidas
para siempre... Unos cuerpos flotantes encapuchados, con velas largas
apagadas, cruzaron el lugar llevando una carroza montada por un ser
temible de curvos cuernos, afilados dientes de lobo, y unos ojos de
serpiente que inquietaban hasta el alma del más valiente.
Siguiéndole, se
podía ver a un individuo de blanco semblante, casi transparente, que
tocaba una especie de tambor, del cual salía el “tararán-tararán”.
He aquí el horror.
Recordando historias de sus abuelos, Carlos y Manuel reconocieron el
tambor que llevaba aquel ser blanquecino, era la legendaria caja
ronca. Al ver este objeto, los dos amigos, muertos de miedo, se
desplomaron al instante.
Minutos después,
Carlos y Manuel despertaron, mas la pesadilla no había llegado a su
fin. Llevaban consigo, cogidos de la mano, una vela de aquellas que
sostenían los seres encapuchados, solo que no eran simples velas,
para que no se olvidasen de aquel sueño de horror, dichas velas eran
huesos fríos de muerto. Un llanto de desesperación despertó a los
pocos vecinos del lugar.
En aquel oscuro
lugar, encontraron a los dos temblando de pies a cabeza murmurando
ciertas palabras inentendibles, las que cesaron después de que las
familias Domínguez y Guanoluisa (los vecinos), hicieron todo intento
por calmarlos.
Después de ciertas
discusiones entre dichas familias, los jóvenes regresaron a casa de
don Martín al que le contaron lo ocurrido.
Por supuesto, Martín
no les creyó ni una palabra, tachándolos así de vagos.
Luego del incidente,
nunca se volvió a oír el “tararán-tararán” entre las calles
de Ibarra, pero la marca de aquella noche de terror, nunca se borrará
en Manuel ni en Carlos.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario