Ustedes ya no creerán en la leyenda del buque fantasma. Y, sin embargo, todavía andan por esos mares naves fantasmas. Sí, señores, cascos que vagan por el océano durante años enteros, sin dotación a bordo, como espectros de esas leyendas en que el mar es tan pródigo. De ellos procede sin duda el mito del “Volador Holandés”, buque maldito por haber blasfemado su capitán durante una tempestad y que desde hace varios siglos ronda por las cercanías del cabo de Buena Esperanza con una tripulación de cadáveres. El “Volador Holandés” ha existido; y los ojos aterrorizados de los marineros de otros buques han visto su casco abandonado en trance de naufragio. Es fuerza que ya repose su dramática aventura en el fondo de los mares, pero desde entonces otros buques abandonados vagan por las aguas para alimentar inextinguiblemente aquella leyenda.
La generalidad de la gente cree que un buque abandonado a sí mismo debe perecer de inmediato; así suele ocurrir si la tripulación lo deja en la vecindad de la costa; el flujo lo estrella contra los escollos o lo encalla en las playas. En alta mar no abundan los bajos ni los peñascos. Uno de esos buques, arrastrado por una corriente, puede vagar incluso años por el océano. De esta clase de misterios aventureros queremos hablar hoy.
Un caso entregado a su suerte es como una casa vacía, una de esas siniestras casas de las historias policíacas, donde los pisos gimen lúgubremente bajo el pie de un visitante misterioso. También para los buques abandonados inventamos tremendas historias de venganza y sangre. Allí vivieron unos hombres; en la nave, solitario, queda como un mudo testigo de alguna horrible tragedia.
No abundan los buques fantasmas en nuestros tiempos, pero tampoco faltan. No están repartidos por igual en todos los océanos. El Atlántico norte es la zona más propicia a los derelictos, precisamente sobre la ruta por donde navegó Colón hacia las Indias. Muchos años antes de que Colón, “home falador o glorioso”, se presentase en la corte española con su fantástico proyecto, ya por esa ruta habían llegado a nuestras playas extraños mensajeros de ultramar: restos de embarcaciones, maderos toscamente labrados, cadáveres de hombres de raza desconocida… La zona a que nos referimos la situamos entre los 35ºN y los 40ºO.
Recordamos el caso de la goleta norteamericana “Wyer C. Sargent”. Este buque zarpó de Norfolk (Virginia) en marzo de 1891. Sorprendido por un temporal y en grave riesgo de estrellarse contra los arrecifes de la costa, la tripulación lo abandonó frente a cabo Hatteras el 31 del mismo mes. Suponían que se iría a pique inmediatamente. No fue así. Dos meses después, un trasatlántico inglés le vio 500 millas al este de Hatteras. Desde mayo hasta la tercera semana de junio retrocedió hacia la costa americana. El 19 de junio lo señalaron casi en el mismo punto de partida, sobre el paralelo de Norfolk. Luego navegó hacia el EN., haciendo 975 millas en trece días. El 15 de julio lo avistan en el centro del Atlántico, enclavado ya en la zona de los pecios. Dos años más tarde todavía vaga por aquellos parajes, las velas rotas, un palo caído, cubierto de algas el casco sucio, mientras el viento silba siniestramente en la jarcia… Un buque británico lo señala por última vez el 20 de febrero de 1894.
En algunos casos estos trágicos viajeros llevan a bordo a varios de sus tripulantes, porque el temporal ha destruido las lanchas de salvamento o porque prefirieron quedarse a bordo antes de arrostrar los peligros del mar en un esquife. En agosto de 1775, un ballenero groenlandés, que navegaba entre bancos de hielo por los 77º N., avistó una gran barca de tres palos. No se veía un alma a bordo. Gritaron desde el ballenero. Quién conozca el silencio de los mares nórdicos comprenderán la emoción de la escena. Silencio. La barca se deslizaba sobre el mar helado como un gigantesco fantasma blanco. En su espejo de popa se leía: “Gloriana”. Del ballenero lanzaron un bote con varios hombres. En la cámara del “Gloriana” encontraron el cuerpo de un hombre helado, sentado al escritorio con una pluma en la mano y un libro de memorias o diario abierto ante él. Los balleneros separaron las manos heladas del cadáver y leyeron las últimas líneas escritas por él: 13 de noviembre de 1762. ¡Trece años antes…!
Registrado el casco de quilla a perilla, encontraron tres cuerpos más, todos ellos en perfecto estado de conservación, a causa del intenso frío de una docena de inviernos árticos. Una mujer, aparentemente dormida, en una de las literas; un niño, en una cuna de hierro, y un hombre (un marinero). Junto a una caja de cinc de la que, sin duda, trataba de sacar una antorcha. Después de realizar un sumario oficio de difuntos, los groenlandeses lanzaron los cuerpos por la borda. Se llevaron algunos recuerdos, entre ellos el libro de bitácora. Antes de partir, vertieron petróleo en cubierta y le prendieron fuego. La gran barca se incendió y se hundió lentamente en las aguas heladas.
Posteriormente se supo que el “Gloriana” había sido sorprendido en su derrota de Bristol a las colonias de Norteamérica por una gran tempestad. Siete hombres fueron arrebatados por el mar. Perdido el gobierno a causa de averías en el timón, el buque derivó hacia el Norte. Los cuatro supervivientes estaban heridos, uno de ellos mortalmente. Picaron el palo mayor y trataron de envergar unas velas en el trinquete. También intentaron construir un timón nuevo. Una nueva tempestad se llevó al “Gloriana” cientos de millas más al Norte, hacia mares helados y no frecuentados por los navegantes. El diario de a bordo cuenta terribles historias de la falta de víveres y de la lenta desaparición de los supervivientes. Al final sólo quedaron el capitán, su esposa, su hijito y un marinero.
No todos los buques sin gobierno tienen tan mala suerte. No hace muchos años el piloto de un “tramp” francés (“tramp”, es decir, buque vagabundo, que no cubre rutas fijas, sino que acude a donde hay fletes) descubrió en las aguas de Madera un gran velero inglés de casco de hierro, llamado “Falls of Acton”. A bordo había varios tripulantes en trance de perecer. Reanimados con los auxilios que les proporcionaron los franceses, contaron su historia. Un tornado les había destruido el aparato de gobierno; la mayoría de la tripulación embarcó en las lanchas de salvamento, y no se supo más de ellos. En el casco quedaron unos cuantos hombres, salvados gracias a la providencial intervención de los franceses.
La barca danesa “Lysglint”, un viejo casco de hierro construido en 1875 por una firma de Glasgow (1.691 toneladas), navegó primero bajo bandera británica con otro nombre. En el año 1916 se abanderó en Dinamarca con el nombre ya indicado. Navegaba de Delagoa a Cristianía (hoy, Oslo) con un cargamento de carbón, cuando estalló fuego a bordo y tuvo que ser abandonado por su tripulación. Era el 4 de mayo de 1921. La gente logró salvarse. El 21 de mayo se le vio tres grados al Norte. El 25 de julio lo avistaron en 30º 10′ N y 45º 25′ O. No se volvió a saber de él. De haberse tratado de un casco de madera, se hubiera ido al fondo en poco tiempo con el fuego a bordo. El buque inglés “Kingsbury” fue el último en señalarle.
No se ha acabado la era de los buques fantasmas. En las postrimerías de la segunda guerra mundial, un “Liberty”, roto en dos por la explosión de un torpedo, perdida su popa y con ella los aparatos de propulsión y de gobierno, erró por el océano durante muchos días con 16 hombres a bordo. Por fortuna, un destructor británico salvó a los náufragos del medio casco.
Sí; el “Volador Holandés” todavía vaga por los mares y la gente de proa tiene razón cuando dice que lo ha visto…
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