viernes, 16 de noviembre de 2012
Leyenda De Cerro Largo
La muchacha nunca había visto algo así. El cuerpo de aquel
hombre cubierto de metal reflejaba destellos hirientes del Sol que nacía más
allá de la Laguna Pequeña, del Sol que aparecía cada día sobre el misterioso
confín del mar. Se aproximó con curiosidad y le sonrió. El extranjero - joven,
alto, de intensa palidez- le devolvió la sonrisa. Quizás venía de las lejanas
montañas del Oeste, donde se extrae metal resplandeciente desde la entraña de
la tierra y eso explicaría el brillo de su atuendo luminoso; pero no lucía el
poncho multicolor de los collas ni tenía sus rasgos físicos. Entonces la
muchacha se puso en guardia. Pensó por un momento que quizás aquel joven fuera
de los nuevos invasores de los que se hablaba con preocupación; pero se
tranquilizó porque, se dijo, un invasor puede mirar con codicia o deseo, pero
no sonreír de esa forma. Ella le ofreció frutos y harina de pescado y él le
acarició la mejilla con una mano tan pálida como su rostro. Ella le dejó hacer,
entre sorprendida y complacida. Después volvió corriendo a la aldea, pero no
dijo nada. Debía hacerlo, pero no contó nada.Al día siguiente él todavía estaba
allí. Había construido un pequeño refugio, las piezas de metal de su vestidura
descansaban junto al fuego.
Ella lo invitó a la aldea, pero él dio señales de no
comprender sus palabras. Repitió la invitación en guaraní, que es la lengua más
universal, y entonces él pareció comprender y se negó sonriendo.Comieron juntos
y ella volvió a alejarse. Esa noche la muchacha preguntó a los ancianos cómo
eran los invasores que venían del otro lado del mar.
Le explicaron que la piel
era muy pálida, y que tenían en el rostro un espeso vello que les cubría la
boca y el mentón. Esto último la tranquilizó: su amigo desconocido era pálido,
pero tenía un rostro sin vellos. El quinto día de sus encuentros secretos él la
tomó entre sus brazos y la besó en los labios. Ella había entrecerrado sus ojos
y después del beso los abrió con una intensa expresión de felicidad. Pero -
todavía muy próxima al rostro del hombre- observó con horror que cerca de los
labios y en el mentón del fascinante extranjero se podía advertir el nuevo
brote de un vello espeso y negruzco que seguramente el joven había quitado
antes de su primer encuentro con ella.
"¡Los invasores!" pensó, mientras
se apartaba bruscamente. De pronto, el joven dejó colgar sus brazos junto al
cuerpo. Miraba al cielo y se tambaleaba, alcanzado en el corazón por una
flecha. La muchacha sintió un crujir de ramas a su espalda, se volvió y se
encontró con el viejo cacique que ya levantaba su maza de piedra para matarla.
Cuando ella cayó al suelo, mortalmente herida, la tierra se estremeció y bramó
de dolor.
La felicidad, tan reciente, no tuvo tiempo de alejarse del horror
recién nacido. El cuerpo que ya moría no soportó el choque de sentimientos tan
intensos y se rasgó hasta las entrañas con un ruido horrísono de trueno. El
cielo se oscureció y temblaron el palmar y el monte nativo, mientras los
pájaros alzaban vuelo bruscamente gritando asustados.
Temblando, estremeciéndose,
la tierra se tragó a la muchacha. Relámpagos ininterrumpidos daban al ocaso una
claridad espectral mientras una cortina de lluvia hacía invisible el horizonte.
Cuentan que al amanecer la tierra se había elevado en suaves colinas que daban
forma a un inmenso cuerpo de mujer yacente. Dicen que así nació el Cerro Largo.
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