viernes, 7 de febrero de 2020
El Condenado
Este es el relato de
una familia en Ayacucho que vivía hace ya varias generaciones entre
la ciudad y en las inmediaciones del cerro Huanca santos, en sus
relatos familiares cuentan que la abuela de la familia cuando era
joven vivió una experiencia con el mas allá, junto con unos
familiares y ahora lo comparto con ustedes, veamos más de este tema.
La abuela no tenía
animales ni ganado de ninguna clase, por este motivo y en compañía
de sus hermanos, pastaba ganado ajeno en unas montañas en el cerro
de Huanca santos. Allá en el pueblo los pastores acostumbran llevar
alimentos para un mes. Es muy lejos de las altas montañas a al
pueblo.
Estaba pues la
abuela pastoreando, y pasó un mes y una semana sin que recibiera
ningún envió del dueño del ganado. Es que a este hombre se le
había muerto un hermano. Mientras tanto a la abuela se le acabaron
los abastecimientos. Tomaba solo caldo, ya no tenía ni maíz, ni
cebada ni nada.
En ese tiempo era
aún muy joven, por eso cuando ella y su familia se encontraban casi
sin alimento, un día al atardecer ella arreaba las ovejas hacia el
corral. A esa hora vio que una señora bajaba hacia el fondo de la
quebrada por el gran camino, en silencio. Tenía falda azul, rebosa
roja y sombrero color vicuña.
¡Señora!, grito
desde el cerro la abuela, ¡Señora! ¿A dónde vas…? En esa
dirección ya no encontraras ninguna casa. ¡Sube aquí y
descansaras!
Pero la mujer no le
hizo caso, siguió caminando. La abuela pensó: ¿A dónde va? No ha
de encontrar sitio para alojarse. Y se veía que la mujer llevaba una
carga agobiante, caminaba dolorosamente. “Quizá lleva algo, algo”
reflexiono la abuela, ¿en qué lugar ha de descansar esta pobre
entre tanta montaña silenciosa?”
“Señoooora…! –
Volvió a llamar- Ven y descansa aquí. No hay ninguna choza en esos
lugares…!”. La mujer se dio vuelta; “¡Uuh!”, dijo. “ven.
Te alojaras aquí. Ya no hay casas en ningún otro sitio!” insistió
la abuela. Dando una nueva vuelta, “Uunh!”, dijo mientras la
mujer se encaminaba hacia la choza de la abuela, directamente.
Tenía que subir una
cuesta, separándose del camino. Mientras la mujer subía la montaña,
la abuela arreó las ovejas al corral. Se dirigió en seguida,
rápidamente a la choza en que vivía. Entró. Estaban allí su
hermano, su cuñada y un niño pequeño hijo de ambos. Eran así
cuatro los habitantes de la choza; dos hombres y dos mujeres. La
abuela dijo:”Hermano”. “¿Qué ocurre?”, pregunto el
hermano. Entonces ella contó; “una señora iba por el camino. Yo
la he llamado para que se aloje aquí. No tarda en llegar”. El
hermano dijo: “es raro, raro. Acaso has llamado a un condenado.
¿Quién puede caminar a estas horas, y a pie por montañas tas
ásperas y silenciosas?”. Al oír esta advertencia, la abuela se
atemorizó.
Las casas de los
pastores son chozas rusticas, de paredes levantadas con piedras, sin
barro. Se hace el fogón junto a la puerta en esas casas, adentro se
amontona toda la leña y las provisiones. Se cocina con taya, el
arbusto de las zonas frías. Y allí, en el fogón, ese atardecer,
junto a la puerta. Hacían hervir caldo.
Y llego la mujer
cuando la luz desaparecía del mundo. “Soy yo” dijo. Llevaba el
sombrero con la falda caída sobre la frente y la reboza levantada
hacia el rostro. No se pudo apreciar su cara. Llego muy agachada,
como rendida por el peso de la carga que traía. “¡Alojadme!”,
volvió a decir. “Si, señora, descansa”, contesto la cuñada de
la abuela. “¿estas cansada?”, le preguntó. “Si estoy muy
cansada.” “Alójate pues, dormirás adentro”. “Si” dijo la
mujer.
Pero vieron que le
temía al fuego y no entro, el hermano de la abuela leía un libro
llamado “Huamanga”, “Dioses de Huamanga” que es en quechua.
Rezaba en el libro el “Dios eterno”. “esta no es buena gente”
pensaba el, sospechaba. Mientras tanto la cuñada de la abuela
atizaba el fuego.
Le sirvieron caldo a
la mujer. Ella acepto y recibió el mate de caldo. Sus manos eran
normales, y tomo el caldo utilizando la cuchara, pero examinándola
bien a la luz del fuego, en un momento que el fuego se animó, vieron
que su pecho estaba cada vez más húmedo. Se agacharon entonces para
verla mejor. No tenía rostro; en su lugar se mostraba una calavera y
el caldo se escurría de la mandíbula inferior hacia el pecho
goteando todo.
“¡Es un
condenado!”, dijeron en voz baja y comenzaron a rezar. “Apagad el
fuego para que pueda entrar. ¡Apagad el fuego!” dijo. “Tengo
miedo al fuego –repitió- ¡Tengo miedo de vuestro fuego!”. Y
después, ya no imploró. Empezó a amenazar a la abuela:
“¡Sal de allí!”
–Le dijo- Para que me llamaste, Yo estaba caminando tranquila; me
estaba yendo. Yo no te dije que me llamaras. Yo me iba tranquila.
¡Sal de allí! Así como me llamaste sin que te lo pidiera, tienes
que salir ahora”.
Todos rezaron más,
adentro de la choza y avivaban el fuego, soplaban la candela.
Entonces, desesperado, ya junto al corral o detrás de la choza el
condenado mordía las piedras, las trituraba con los dientes.
¡Qapututút, qaututút! Sonaban las piedras mordidas por el
condenado.
Volvió a la puerta
de la choza y llamo nuevamente a la abuela: “¡Sal de allí! Para
que me llamaste. Yo no te dije que me llamaras. Yo iba tranquila por
el camino. ¡Iba tranquila! ¡Para que me llamaste!”
Desesperada
insistía, llamaba. La cuñada de la abuela avivaba más el fuego. Y
felizmente, los que habitaban la choza formaban número par, eran dos
hombres y dos mujeres. Porque si no el condenado los habría
devorado.
El fuego se mantuvo,
se mantuvo todo el tiempo en la puerta de la choza. Y como no pudo
entrar el condenado, sorbió los sesos de una oveja tierna que la
familia criaba afuera. Así sorbió los sesos a las ovejitas y al
amanecer se marchó.
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