jueves, 9 de marzo de 2017
La Desaparición De Los Niños Sodder
La noche de Nochebuena del año 1945 la calma parecía reinar
en la pequeña localidad de Fayetteville, en Virginia Occidental. La mayoría de
sus habitantes ya estaban durmiendo, y la familia Sodder no era una excepción.
Los Sodder eran una familia de origen italiano que se había instalado en el
pueblo (donde ya existía una pequeña pero activa colonia de italoamericanos)
años atrás y se había ganado el aprecio de sus vecinos.
El padre, George Sodder, había nacido en Cerdeña (su
verdadero nombre era Giorgio Soddu) y se había trasladado siendo un adolescente
a EEUU junto a su hermano. En Smithers (Virginia Occidental), donde había
vivido y trabajado durante unos años, había conocido a Jennie Cipriani, que al
igual que él había nacido en Italia y llegado a Norteamérica siendo niña, y se
casó con ella. Juntos habían tenido diez hijos: John (nacido en 1922), Joseph
Samuel (1924), Mary Ann (1926), George Jr. (1929), Maurice Antonio (1931),
Martha Lee (1933), Louis Erico (1935), Jennie Irene (1937), Betty Dolly (1940) y
Sylvia (1943). Su último hijo, Robert, nacería en 1950. A fuerza de mucho
trabajo y sacrificios, George Sodder había logrado levantar una pequeña empresa
de transporte de mercancías.
Aquella noche la familia dormía tranquilamente. En la planta
baja de la casa dormía el matrimonio con la pequeña Sylvia, y John, Mary y
George Jr., mientras que Maurice, Martha, Louis, Jennie y Betty lo hacían en la
planta superior. Faltaba Joseph, alistado en el ejército y movilizado con su
regimiento. Ya entrada la madrugada, sonó el teléfono. Jennie Sodder se levantó
a responder, pero resultó ser una equivocación. Le llamó la atención que las
luces de la escalera estuviesen encendidas y que la puerta principal no
estuviese cerrada con llave, pero supuso que sus hijos seguían en sus camas y
se limitó a cerrar la puerta. Tras volver a la cama, y mientras trataba de
conciliar el sueño, Jennie escuchó un ruido apagado, como de algo que caía al
suelo en el piso superior, y poco después notó olor a humo. Era aproximadamente
la 1:30 de la mañana.
Cuando el matrimonio salió de su dormitorio, se encontró el
vestíbulo lleno de humo y las llamas devorando las escaleras que llevaban al
piso superior. Gritaron tratando de avisar a los niños que dormían arriba, pero
no obtuvieron respuesta, por lo que abandonaron la casa pensando que a lo mejor
ya habían salido, Pero no estaban allí. George trató de acceder a las
habitaciones a través de las ventanas con una escalera que había tras la casa,
pero misteriosamente la escalera no estaba donde la habían dejado. Intentó
arrancar alguno de sus camiones para acercarlo a la casa y que los niños
pudieran saltar, pero fue incapaz de encender ninguno.
Varios de los vecinos de los Sodder llamaron a los bomberos,
e incluso Mary Sodder corrió a casa de sus vecinos a dar el aviso. Pero,
extrañamente, nadie en la centralita respondió a sus llamadas. Fue un vecino el
que se desplazó en su coche a casa del jefe de bomberos, el cual a su vez avisó
al resto de sus hombres. Pero entre unas cosas y otras, no fue hasta las ocho
de la mañana que pudieron llegar al lugar del incendio. Demasiado tarde; el
pavoroso incendio había consumido la casa en apenas una hora, y para cuando los
bomberos llegaron, no quedaban sino cenizas humeantes.
Nadie parecía tener dudas de que los cinco pequeños habían
fallecido en el incendio. Sin embargo, sorprendentemente no se encontraron
restos de los cadáveres entre los escombros de la casa, algo verdaderamente
insólito. Para que un cuerpo quede completamente reducido a cenizas, incluso el
de un niño, es necesario un fuego muy intenso actuando durante un periodo
prolongado de tiempo, unas condiciones que no suelen darse en un incendio
doméstico como el de la casa de los Sodder. Además, el inspector de policía que
revisó el lugar apuntó a un cortocircuito como causa del fuego; algo rechazado
por los Sodder, que afirmaban que mientras el incendio consumía la casa, varias
luces seguían encendidas, lo que contradecía dicha teoría. Y hacía sólo unos
meses que George había hecho revisar la instalación eléctrica de la casa, que
se encontraba en perfecto estado.
Una semana más tarde, un comité judicial declaraba
oficialmente muertos a los cinco niños y el forense expidió los
correspondientes certificados de defunción. Pero ello no satisfizo a los desconsolados
padres, convencidos que aquel supuesto accidente ocultaba algo más. La extraña
serie de acontecimientos de aquella noche, el descubrimiento de que la línea
telefónica de la casa había sido cortada antes del fuego, la ausencia de
restos, les convenció de que sus hijos habían sido secuestrados y que el fuego
no era más que una distracción para hacerles creer a todos que los pequeños
habían muerto. También empezaron a recordar sucesos extraños acontecidos antes
del fuego. Meses antes, un vecino había ofrecido a los Sodder un seguro de vida
para toda la familia, y la negativa de George había derivado en una discusión
en la que el vendedor había dicho literalmente que "su casa se convertirá
en humo y sus hijos serán destruidos, y usted pagará por sus sucias opiniones
sobre Mussolini". Porque George Sodder era un notorio antifascista que
había criticado públicamente al dictador italiano en el pasado, lo que le había
causado algún que otro roce con miembros de la comunidad italoamericana
favorables al Duce. Y sólo unos días antes de Navidad, los hijos mayores habían
visto a un hombre desconocido que, dentro de un coche aparcado al otro lado de
la calle, parecía observar a los niños más pequeños cuando iban camino del
colegio.
Los Sodder trataron por todos los medios de que la policía
abriese una investigación, pero recibieron una negativa por respuesta; el caso
para ellos estaba cerrado. Escribieron también al director del FBI, J. Edgar
Hoover, quien les respondió que no era su jurisdicción, pero que podía intervenir
si las autoridades locales se lo pedían; pero tanto la policía como el
departamento de bomberos se negaron. Eso no les detuvo: comenzaron a buscar
pistas sobre el posible paradero de sus hijos. Encontraron tres testigos que
decían haber visto a los niños después del incendio. Una mujer de Fayetteville
aseguraba haberlos visto en un coche la misma noche del incendio. La camarera
de un bar de carretera a cincuenta millas de su casa afirmó haberlos visto
acompañados de varios hombres y haberles servido el desayuno a la mañana
siguiente al fuego; y la recepcionista de un motel en Charleston, Carolina del
Sur (a 700 km de distancia) afirmó que se habían alojado en su establecimiento
una semana después del incendio, acompañados por dos hombres y dos mujeres que
hablaban italiano, que se mostraron muy recelosos y le impidieron hablar con
los niños; viajaban en un coche con matrícula de Florida.
Además, un conductor de autobús que pasó aquella noche por
delante de su casa afirmó haber visto lo que parecían "bolas de
fuego" lanzadas contra el tejado de la casa (los Sodder creían que se
trataba de algún artefacto incendiario y que ese fue el ruido apagado que
escuchó Jennie antes del incendio). Ninguno de estos testimonios consiguió que
la policía reabriera el caso.
Visto la falta de colaboración de las autoridades, los
Sodder recurrieron a un detective privado. Éste no tardó en descubrir algunos
hechos curiosos; como, por ejemplo, que el mismo vendedor de seguros que había
discutido con George Sodder formaba parte del comité que había declarado
muertos a los niños. También descubrió entre los restos de la casa una caja
metálica con un trozo de carne en su interior, que resultó ser hígado de vaca.
En 1949, un patólogo contratado por los Sodder halló fragmentos de vértebras
humanas en el lugar del incendio; fragmentos que no mostraban señales de fuego,
por lo que supuso que, al igual que el hígado, habían sido puestos allí
deliberadamente para hacer creer que los niños no habían sobrevivido al
incendio.
Desesperados, los Sodder llegaron a ofrecer una recompensa
de 5000 $, que luego se aumentó a 10000, por cualquier pista que llevase a
esclarecer el destino de sus hijos. Esto provocó la aparición de mucha gente
con "pruebas", "indicios" o que afirmaba haber visto a los
niños o conocer su paradero. George investigó aquellos que le parecían más
fiables, pero sus pesquisas acababan siempre sin resultados.
Y en 1968, un nuevo suceso misterioso vino a embarullar más
el caso. A nombre de Jennie Sodder se recibió en su casa una carta que contenía
una fotografía de un joven de veintipocos años, moreno y de ojos oscuros, que
en su parte posterior llevaba una críptica inscripción que decía "Louis
Sodder. I love brother Frankie. Ilil Boys. A90132 (o 35)". Las autoridades
opinaron que se trataba de una broma pesada o de algún bulo. Los Sodder, sin
embargo, creyeron que aquel podía ser de verdad su hijo, y enviaron a un
detective a Kentucky, donde había sido sellada la carta, sin resultados. El
hombre de la fotografía jamás pudo ser identificado.
George Sodder, agotado por los años de incertidumbre y
sufrimiento, falleció al año siguiente. Su esposa Jennie le sobrevivió veinte
años; murió en 1989. Sus hijos y nietos continuaron la búsqueda, sin resultado.
Hoy en día la única de sus hijos que aún sigue con vida es su hija Sylvia, con
72 años.
Los Sodder siempre creyeron que sus hijos habían sido
víctimas de una red de adopciones ilegales, similar a la dirigida por Georgia
Tann (un caso célebre destapado en 1950), aunque la edad de los niños no
encajaba bien en esta teoría; eran algo mayores para una adopción. Otros, sin
embargo, apuntan a oscuras motivaciones relacionadas con el crimen organizado:
no sólo por el origen italiano de la familia, también porque George Sodder era
dueño de varios camiones de transporte de carbón y el transporte por carretera
es un sector que tradicionalmente se ha considerado que estaba controlado por
la mafia.
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