martes, 1 de noviembre de 2016
Tepozton
Los dioses que viven sobre las nubes tienen muchas cosas que
hacer. Se ocupan de. mandar lluvia a la tierra cuando concierne, para que
crezcan las cosechas, administran los vientos y, cuando hacen algún
descubrimiento, se lo enseñan a los hombres. Los dioses han enseñado al pueblo
mejicano a tejer sus trajes, a hacer carreteras y otras muchas cosas más.
Cuando no tienen nada que hacer, los dioses juegan a la
pelota sobre las nubes, o se tumban para fumar su pipa.
Hace muchos años, un dios de los más jóvenes se aburrió de
hacer lo de costumbre. Andaba triste y meditabundo. Al preguntarle uno de los
dioses por qué estaba tan aburrido, contestó que era porque deseaba tener un
hijito.
Un buen día bajó a la tierra y empezó a vagar por ella.
Nadie sabía que era un dios, porque su aspecto era el corriente de un hombre
vulgar. En sus correrías llegó a un arroyo, y allí conoció a una muchacha muy
bella que iba a llenar su cántaro de agua. Pronto se enamoraron uno de otro y tuvieron
un hijo. El dios se sintió muy feliz con su pequeño y su querida esposa; pero
tuvo que abandonarles porque tenía mucho que hacer en el cielo: debía ayudar a
regular las lluvias y vientos, pues si no, se hubieran secado las cosechas y su
familia hubiera muerto de hambre.
Se despidió cariñosamente de ellos y desapareció.
La joven vio que en el lugar donde se habían despedido,
sobre el suelo, había una hermosísima piedra verde. Cogiéndola, la agujereó y
se la colgó al niño del cuello.
Entonces, al hallarse sola, decidió volver a casa de sus
padres. Éstos la recibieron muy mal. Querían matar al niño, pues decían que un
niño sin padre debe morir.
Entonces la muchacha huyó de su casa; vagó por el campo, y
al anochecer decidió dejar al niño sobre una frondosa planta y volvió a su casa
llorando. Sus padres pensaron que lo había matado.
Al día siguiente corrió a ver a su pequeño y lo encontró
rodeado de carnosas hojas que la planta había curvado sobre él para que no le
molestase el sol. Dormía profundamente y goteaba sobre su boquita un liquido
lechoso, dulce y caliente, que manaba de las hojas.
La madre pasó el día con él, muy feliz; pero al anochecer
hubo de dejarlo de nuevo en el campo, pues sus padres deseaban perderlo.
Aquella noche lo dejó sobre un hormiguero.
A la mañana siguiente lo encontró cubierto de pélalos de
rosa, sonriente tranquilo. Unas hormigas le lleva-an los pétalos, mientras
otras traían miel, que depositaban cuidadosamente en los labios del niño. La
doncella tenía mucho miedo de que sus padres descubrieran el paradero del niño,
y por esto decidió meterlo en una cajita y echarlo al río.
Así lo hizo, y pronto desapareció la caja, empujada por la
corriente. Junto a la orilla del río vivían unos pescadores que deseaban tener
un ijo. Cuando el pescador encontró la caja en el río y vio que tenía dentro un
precioso niño, se lo llevó a su mujer. Ésta, loca de alegría, le hizo trajes y
zapatos para abrigarlo.
—¿Cómo le llamaremos?
—Tiene una piedra verde colgada de su cuello; como esta piedra
sólo se encuentra en las montañas, le llamaremos Tepozton (el Niño de la
Montaña) —dijo el pescador.
El niño creció y fue muy feliz con sus padres adoptivos.
Cuando tuvo siete años, el pescador le hizo un arco y unas flechas para que se
entretuviera cazando.
Todos los días venía a casa cargado de animales. Unos días
eran codornices; otros, ardillas. Pero siempre traía algo para la cena.
—¿Qué haces todos los días por el bosque? —le preguntó la
mujer del pescador.
—Tengo muchas cosas que hacerle contestaba el muchacho.
Pero ella sospechaba que el chico debía tener algún poder
mágico y que no era un niño corriente. Tenía una puntería tan certera, que no
le talaba ninguna flecha que disparaba, y esto era extraño en los niños de su
edad. Cuando se le habló del gigante devorador, nunca demostró miedo. En Méjico
existía un monstruo que todas las primaveras exigía devorar una vida humana.
Cada año escogía una ciudad y en ella se echaba a suerte. El pueblo había hecho
un trato con el gigante: si se le daba todos los años una vida humana, él no
mataría a nadie en mil leguas a la redonda.
Cuando Tepozton tenía nueve años, le tocó al pescador
alimentar al gigante, y decidió ser él mismo la víctima. Se despidió de su
mujer e hijo y se entregó a los soldados para que le llevasen al palacio del
dragón.
Tepozton suplicó al pescador que le dejara ir en su lugar. A
él no. le ocurriría nada y quizá conseguiría dar muerte al ogro. Al fin, el
pescador consintió.
Tepozton hizo fuego en un rincón del patio y dijo a los
pescadores:
—Vigilad el fuego. Si el humo es blanco, estaré sin peligro;
si se vuelve gris, estaré a punto de morir, y si se vuelve negro, habré muerto.
Besó a sus padres adoptivos y se fue con los soldados.
Mientras caminaban, Tepozton iba cogiendo piedrecillas de
cristal y las iba poniendo en sus bolsillos. Estas piedras salían del volcán;
eran negruzcas y tenían un brillo extraño. Las gentes solían hacer con ellas
collares y pulseras.
Tepozton llenó de estas piedras todos sus bolsillos. Luego
que llegaron al palacio del gigante, presentaron al niño. El monstruo se
encolerizó, porque le pareció un insignificante bocado. Como tenía mucha
hambre, preparó una olla con agua hirviendo para guisarlo en seguida, y
cogiendo a Tepozton por un brazo, lo metió en ella para que se cociera.
Mientras tanto, se dispuso a poner la mesa.
Cuando lo hubo preparado todo, levantó la tapa de la olla
para ver cómo iba su cena, y cuál sería su asombro al ver que había, en vez de
un niño, un gran tigre. El tigre abrió la boca y dio tal rugido, que el
gigante, horrorizado, se apresuró a poner la tapadera de nuevo. Decidió esperar
un poco más.
Como estaba muy hambriento, cuidadosamente volvió a levantar
la tapadera de la olla; pero en seguida la volvió a cerrar, porque esta vez
encontró, en vez del tigre, una horrible serpiente.
Como el hambre le acuciaba, decidió comerse la serpiente;
pero al levantar la tapadera se encontró con que ésta había desaparecido y en
su lugar estaba el muchacho, completamente crudo y riéndose de él. Furioso, le
cogió por los pantalones y se lo metió en la boca. Entonces el humo del fuego
de la casa de los pescadores se volvió gris oscuro. Éstos, aterrorizados, se
echaron a llorar.
Pero Tepozton se escurrió hacia la garganta del dragón antes
de ser masticado. Una vez en ella, se dejó caer a su enorme estómago. Cuando
hubo llegado a aquella gran caverna, sacó las piedras cristalinas de su
bolsillo y comenzó a perforarla, logrando abrir un gran agujero en el estómago
del gigante.
Mientras tanto, éste, destrozado por aquel extraordinario
dolor, mandó llamar a un médico.
—¡Este muchacho me ha envenenado! — gritaba, martirizado por
aquellos dolores.
Tepozton cortaba y cortaba, y el agujero era tan grande, que
ya empezaba a filtrarse la luz del exterior. Logró hacer tan gran cavidad, que
el ogro murió. Entonces él saltó alegremente fuera por el agujero que habla
hecho.
El humo del fuego de la casa de los pescadores se volvió
completamente blanco y el pescador y su esposa lloraron de alegría.
Después de esto, el pueblo, agradecido a Tepozton por la
muerte del gigante, le nombró rey. Vivió en el palacio del coloso y enseñó a su
pueblo muchas cosas útiles. Cuando tenía tiempo, jugaba a la pelota con su
padre, el más joven de los dioses, sobre las nubes. Otras veces marchaba por su
reino, como un hombre cualquiera, para ayudar a las gentes.
Algunos dicen que ahora vive con su padre en el cielo; sin
embargo, otros aseguran que sigue en la tierra ayudando a los hombres, pero que
no se le reconoce, porque parece un hombre vulgar y corriente.
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