lunes, 1 de junio de 2020
Aquella Sangrienta Batalla a Orillas del Río Neuquén
Un malón atacó el fuerte, ubicado debajo de los actuales
puentes. Ocurrió el 16 de enero de 1882, mucho antes de que se fundara la nueva
capital en la Confluencia.
Todo hacía parecer que sería una mañana más de verano en el
Fortín Primera División aquel amanecer del 16 de enero de 1882. Neuquén todavía
no existía en la división política como gobernación del territorio nacional, y
el paraje al que luego se trasladaría la capital desde Chos Malal era un lugar
desértico que solo tenía fuertes contrastes en la zona de la confluencia de los
ríos.
Eran las 5 de la madrugada y el cielo estaba clareando. Una
partida de milicos había salido de recorrida desde el fortín hacia el paraje La
Picasa, para observar los terrenos del lugar. Era la rutina casi diaria de la
patrulla. El grupo lo integraban el cabo Manuel Contreras y cuatro soldados.
La temperatura era agradable. Se sentía la frescura y el
aroma del río Neuquén, que no mucho más lejos se uniría con el Limay en el
lugar conocido como la Confluencia.
Casi a la misma hora, tres soldados habían sido enviados
hacia una pequeña isla a buscar a medio centenar de caballos que estaban
pastando desde el día anterior.
Juan Lindor Robledo, Lorenzo Montecino y Ramón Mercado, un
joven mendocino de 22 años, eran los tres soldados que fueron a buscar los
animales. El lugar quedaba cerca del fortín, por lo que el viaje demandaría
apenas algunos minutos.
Aprovechando la frescura del amanecer, el capitán Juan José
Gómez también había decidido hacer una salida para “cansar” un poco a su
caballo, un brioso animal que se le había escapado varias veces y que por las
noches no descansaba en la isla con el resto de la tropilla, sino dentro del fortín.
Para Gómez también era una rutina. Solía salir bien temprano
y aprovechar las extensiones de tierra para hacer largas carreras con su
caballo, antes de las actividades militares que comenzaban con el toque de
diana. Una veintena de soldados y troperos aún descansaba en la pequeña cuadra,
sin siquiera sospechar que en pocos minutos comenzaría una sangrienta batalla.
A casi un kilómetro del fortín, un millar de guerreros de
las tribus de Namuncurá, Reuquecurá y Ñancucheo, con la colaboración de indios
neuquinos y araucanos de Chile, estaban esperando la orden para el ataque a
aquel edificio construido con piedras y palos. Estaban agazapados y en
silencio. El objetivo era robar todos los animales y armas que pudieran. Y
destruir el fortín.
Esa mañana el capitán Gómez disfrutaba el paisaje del río,
los árboles y el ruido del agua, cuando el sonido del clarín y las descargas de
los fusiles lo volvieron a la realidad. El ataque había comenzado.
El militar se dio cuenta de que estaba prácticamente
indefenso, sin más armamento que un revólver y un puñado de balas. Tenía que
regresar al fortín, pero para ello, debía atravesar las filas enemigas.
Antes de emprender una carrera alocada en busca de refugio,
Gómez se sacó una camisa roja para enrollarla en un brazo y, de esta manera,
poder protegerse de las lanzas y cuchilladas que seguro vendrían en los
próximos minutos.
Cuando los indios notaron su presencia inmediatamente se
dirigieron a él. Cinco jinetes habían salido del fortín para darle protección a
punta de pistola, mientras que el resto seguía parapetado contra las maderas
disparando sus fusiles una y otra vez.
Revólver en mano, Gómez eludió una decena de atacantes, pero
no pudo evitar el encuentro casi cuerpo a cuerpo con dos de ellos. A uno lo
mató de un certero disparo, pero al otro le erró, por lo que el indio con un
rápido reflejo lanzó un chuzazo que lo alcanzó en la pierna. Pese al dolor, la
reacción de Gómez también fue rápida y de dos disparos terminó con la vida de
su enemigo para seguir su camino al fortín.
La aparición de Gómez sorprendió realmente a los atacantes
que se replegaron por un instante para organizarse y volver a la carga. Ninguno
de ellos se imaginaba que había más milicos en las afueras del edificio. Todos
pensaban que sorprenderían a los ocupantes adentro y durmiendo.
Pero en ese mismo momento, tuvo lugar otro imprevisto. La
patrulla de soldados que comandaba el cabo Contreras volvía de hacer su
relevamiento en La Picasa (donde hoy se encuentra la ciudad de Cinco Saltos),
por lo que no pudo eludir el choque.
Gómez ordenó a los soldados que estaban en el fortín que
abrieran fuego contra unos 70 indios que habían salido en busca de los recién
llegados. Esta rápida acción permitió que Contreras y sus hombres lograran
llegar milagrosamente hasta la empalizada del fortín sin mayores heridas que
algún corte superficial.
Pero el combate seguiría dando sorpresas. Los tres soldados
que habían ido a cuidar la caballada aparecieron por el lado del río y el
enfrentamiento fue inevitable. Cuando los vieron los indios se lanzaron al
ataque.
El soldado Robledo cayó atravesado por cinco lanzazos y
murió al instante. Montecino alcanzó a disparar su arma, pero ante la gran
cantidad de enemigos decidió retroceder hasta una laguna que se había formado
por el desborde del río. Hasta allí fueron a buscarlo y lo mataron a chuzazos.
El joven Mercado quedó solo. En vano, disparó su carabina y
luego sacó su sable para batirse con varios que lo rodeaban.
Desde el fortín alcanzaron a ver la escena, pero Mercado
estaba demasiado lejos para el alcance de los fusiles, por lo que el sargento
Ponce le pidió permiso al capitán Gómez para salir a auxiliarlo. Los soldados
Gerónimo Reinoso, Nicasio Bustos, Emilio Luján y Manuel Díaz lo acompañarían
aun sabiendo el riesgo de la misión.
Los caciques, de manera inteligente, ordenaron no salir a
atacar a los salvadores. Era mejor esperarlos para cuando estuvieran lejos del
alcance de las balas, y luego buscarlos y matarlos.
Tras una rápida carrera, los cinco militares llegaron
finalmente hasta donde estaba Mercado. A los tiros lograron ahuyentar unos
metros a los indios, pero el salvataje se hizo complicado. El soldado no se
podía parar porque una lanza lo había atravesado de lado a lado.
“Agarrate de la cola del caballo”, le gritó uno de sus
compañeros. Con las pocas fuerzas que le quedaban, Mercado se aferró a las
crines y el grupo retomó el regreso al fortín, no sin antes enfrentarse
nuevamente a una gran columna de indios que había ido a buscarlos.
A los tiros y sablazos, los milicos lograron avanzar hasta
quedar cerca de la guarnición militar que cubrió con varios disparos la
llegada.
Mercado quedó tendido en el suelo y un soldado tuvo que
salir en su búsqueda para auxiliarlo. Logró levantarlo e ingresarlo finalmente
al fortín, pero el esfuerzo fue en vano. El joven finalmente moriría horas
después por las heridas de 27 lanzazos.
El grueso del malón, que se había mantenido sin intervenir
en estas primeras acciones de lucha, escuchó finalmente la orden de los
caciques para el ataque final al fuerte. Y todos salieron en masa a matar o
morir.
El enorme grupo, con lanzas y cuchillos en mano, llegó
rápidamente hasta casi el borde del foso que rodeaba al fortín. Allí se bajaron
y se lanzaron dentro de la zanja para tratar de llegar a la guarnición. Pero
los disparos de fusiles y revólveres impidieron que llegaran a la empalizada.
En cuestión de segundos, numerosos cadáveres quedaron
tendidos en la zanja sin que se lograra penetrar en la pequeña fortaleza
militar, por lo que los jefes decidieron ordenar la retirada para reagruparse y
esperar una mejor oportunidad.
Adentro del edificio se percibía el miedo y la desesperanza.
El grupo de milicos sabía que podría resistir un par de ataques más, pero que
era cuestión de tiempo. Los indios superaban en gran número al puñado de
militares que había quedado encerrado y sin chances de escapar. No había
posibilidades de que llegaran refuerzos de ningún lado, las municiones se
estaban terminando y el agotamiento era cada vez mayor.
El capitán Gómez miraba a través de las maderas de la
empalizada tratando de encontrar alguna estrategia que permitiera frenar el
ataque que se vendría en cuestión de minutos y que sería más feroz que los
anteriores.
En un momento, alcanzó divisar a lo lejos la figura de uno
de los caciques que gesticulaba y parecía dar órdenes a los indios. ¿Y si
intentaba dispararle?
La posibilidad de acertar un balazo a semejante distancia
era prácticamente nula, pero no había otra salida.
El capitán le pidió el fusil a un soldado y volvió
nuevamente hasta la pared de maderas. Apoyó el Remington en un hueco de la
empalizada y apuntó pacientemente. A lo lejos, la muchedumbre se veía borrosa
porque todavía había mucho polvo suspendido en el aire. Contuvo la respiración
un par de segundos y finalmente disparó.
La bala cruzó todo el campo de batalla e impactó en el
cuerpo del cacique, que cayó malherido para sorpresa de todos sus seguidores.
El episodio terminó convenciendo al resto y a quienes dirigían
el malón de que sería mejor una retirada ordenada sin arriesgar más vidas.
Después de todo, el saldo no había sido tan malo para los indios: habían matado
a cuatro milicos y herido a una decena más, por lo que el fortín había quedado
debilitado. Además, tenían en su poder los 50 caballos que habían logrado robar
de la isla donde estaban pastando. Los 27 muertos en sus filas no significaban
un número importante para el gran ejército que poseían.
Cuando los indios se retiraron, dentro del fortín volvió la
calma, pero la depresión se adueñó del capitán Gómez. En el parte de guerra que
escribió al coronel Villegas comentó los pormenores de la batalla y lamentó
haber perdido a cuatro soldados y a toda la caballada.
“Puedo asegurar al señor coronel que si los indios
consiguieron arrebatarme parte de los caballos que estaban en el corral, no fue
por culpa mía, ni por descuido o negligencia. Y si después de retirarse no los
perseguí fue debido al estado de la tropa. Apenas disponía de diez hombres en
estado de moverse”, aseguró en el escrito.
Por la acción de defensa del fortín, Juan José Gómez fue
promovido al grado de sargento mayor; Ponce a sargento 1º, y los soldados
Gerónimo Reinoso, Nicasio Bustos, Emilio Luján y Manuel Díaz, que
protagonizaron el audaz rescate, a cabos 1º.
La batalla del Fortín Primera División fue uno de los tantos
episodios sangrientos que se vivieron en el norte de la Patagonia a finales del
siglo XIX. Y ocurrió debajo de los actuales puentes que se levantan sobre el
río Neuquén.
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