No lejos de ahí, en la calle de las Rejas de Balbanera, había una casa, hoy reedificada, que se llamó del Pujavante. En dicha casa vivía un herrador, grande amigo del clérigo, quien estaba al tanto de la mala vida de su compadre, aunque esto no significaba que estuviera de acuerdo con ello, pues fueron varias las veces que le aconsejó abandonar esa torcida senda que lo llevaría a la perdición, pero vanos fueron los consejos.
Cierta noche en que el buen herrador estaba ya dormido, oyó llamar a la puerta del taller con grandes y descomunales golpes que le hicieron despertar y levantarse más que de prisa. Salió a ver quién era, perezoso por lo avanzado de la hora, pero a la vez alarmado por temor de que fuesen ladrones, y se halló con que los que llamaban eran dos negros que conducían una mula y además llevaban un recado de su compadre el clérigo, suplicándole le herrarse inmediatamente el animal porque muy temprano tenía que ir al Santuario de la Virgen de Guadalupe. Reconoció, en efecto, la cabalgadura que solía usar su compadre, y aunque de mal talante por la incomodidad de la hora, clavó las herraduras correspondientes en las patas de la mula. Concluída la tarea, los negros se llevaron a la mula, pero dándole tan crueles y repetidos golpes, que el cristiano herrador les reprendió agriamente su poco caritativo proceder.
Al día siguiente, muy de mañana, se presentó el herrador en casa de su compadre para informarse por qué iría tan temprano al santuario, como le habían informado los negros, y halló al clérigo aún recogido en la cama al lado de su manceba.
-Vaya sorpresa compadre -le dijo-, mire que despertarme tan noche para herrar una mula y todavía se encuentra bajo las sábanas. ¿No hará el viaje?
El clérigo lo miró con extrañeza.
- No he mandado herrar mi mula. ¿Y de qué viaje habla? - replicó el aludido.
Las explicaciones llegaron y al fin de cuentas convinieron en que algún travieso había querido jugar aquella broma al buen herrador. Para celebrar el clérigo quiso despertar a su mujer con quien vivía, pero ella no respondió. Movió su cuerpo, el cual estaba rígido, no se notaba respiración en ella. Había muerto.
Los compadres descubrieron a la mujer, asombrándose cuando vieron en cada una de las manos y en cada uno de los pies de aquella desgraciada, las herraduras con los clavos que el herrero le había puesto la noche anterior a la mula. Repuestos de su asombro, se convencieron de que aquello era efecto de la justicia divina y que los negros eran demonios salidos del infierno.
Inmediatamente avisaron al cura de la parroquia de Santa Catarina, en aquel entonces el doctor Francisco Antonio Ortiz. Volvieron con él a la casa, hallando en ella a don José Vidal y aun religioso carmelita que también habíansido llmados. Todos miraron con atención a la difunta, quien tenía un freno en la boca y la señal de los golpes que le dieron los demonios cuando la llevaron a errar convertida en mula.
Ante caso tan aterrador y por acuerdo de los tres respetables testigos, se resolvió abrir una fosa en la misma casa para enterrar a la mujer, y una vez ejecutada la inhumación, guardar el más profundo secreto. Ese mismo día, temblando de miedo e intentando cambiar de vida, salió el clérigo de la casa número 3 de la calle de la puerta Falsa de Santo Domingo, sin que nadie volviera a tener noticias de él.
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