A principios del siglo XX, cerca de la década de los años 30, los primeros autobuses de pasajeros comenzaron a circular el entonces moderno camino, que entre las mencionadas entidades atraviesa una pequeña porción del eje volcánico y rodea un peligroso precipicio.
Fueron muchos los vehículos que cayeron por el abismo, y muchos más los individuos que allí perdieron la vida, sin embargo, en torno a las innumerables tragedias surgió la creencia de que un charro, vestido con un elegante traje negro de botones plateados, hacía la parada a los choferes, y al ingresar a los autobuses, ofrecía cuantiosas cantidades de dinero para que al llegar a la cumbre, se arrojaran por la ventana, dejando caer los carruajes al abismo con todos sus ocupantes.
Pocos días después de los accidentes, los cadáveres de los conductores que accedían a tan atroz acuerdo, eran encontrados en las cercanías, con visibles signos de tortura.
Las habladurías provocaron tal terror entre los viajeros y choferes, que estos dejaron de permitir a los pasajeros subir a los autobuses en esa zona, sin embargo, el enigmático charro continuaba apareciéndose a su lado, con su malévola propuesta económica.
Las autoridades eclesiales decidieron colocar cruces y bendecir el lugar, con la finalidad de exorcizarlo del maquiavélico espíritu, y cuentan los descendientes de quienes asistieron a la ceremonia religiosa, que el charro apareció lacerando al sacerdote oficiante con un látigo. Justo antes de morir, el padre empapó al ente con una bandeja de agua bendita, y este se convirtió en una figura demoniaca parecida a un felino, que cayó por el precipicio entre insultos y desgarradores gritos de dolor, que aún pueden escucharse por esos caminos, según cuentan los que ahí residen.
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