Un buen día dejó de impartir sus habituales clases de latín para salir con rumbo desconocido. A su regreso fue cruelmente asesinado; se dice que por sus acompañantes: dos mozos que él mismo había invitado a su recorrido. Y aunque la versión es contada de diversas maneras, en términos generales ésta es la que más se repite.
El sacerdote hizo su recorrido por los pueblos cercanos, reunió algo de dinero que traía consigo siempre, destinando una parte para comprarse algunas cosas que necesitaba y la otra a socorrer a los pobres más indigentes; casi todos sus honorarios los gastaba en ellos. Luego de su arribo a la ciudad se dirigió a su casa situada en el antiguo callejón de Alfalfa. Una vez instalado ahí, dejó que sus ayudantes cumplieran con su obligación: desensillar los caballos, desaparejar las mulas y llevar a los animales al pesebre. Los dos mozalbetes ejecutaron sus labores con toda calma y después fueron a tomar sus alimentos. Mientras tanto, el sacerdote, que ya estaba muy cansado, prefirió ir directamente a la cama, no sin antes rezar sus oraciones. Entrada la noche se encendieron los faroles de las calles y como los mozos sintieron miedo de irse, decidieron regresar a la casa. Pero gran temor sintieron cuando llegaron y vieron al padre tendido en medio del cuarto bañado en sangre. Salieron pidiendo ayuda mucha gente acudió y algunos dieron parte a las autoridades.
El esclarecimiento del crimen fue más complicado de lo que se creía, pues los mozos sólo habían estado unos minutos afuera y por más que buscaron no hallaban nada alrededor de la casa. Incluso los acompañantes del padre se ofrecieron a buscar, pero no tuvieron éxito. Los ayudantes del padre eran compadecidos por mucha gente y hasta por las autoridades, quienes, en tanto conseguían trabajo, les ayudaron en su sostenimiento. Sin embargo, un miembro de la autoridad jurídica, quien siempre sospechó de los dos muchachos, pidió que se les internara en el Hospital Militar en calidad de detenidos.
Hecho esto, se resolvió en que los colocarían en cuartos separados e incomunicados, sujetándolos a intensos interrogatorios. Días después se culparon mutuamente y uno de ellos dijo que su primo (el más grande de los dos) era quier había dado muerte al padre, ocultando el producto del robo, el cual consistía en unas cuantas monedas. Las autoridades y los reos se trasladaron al sitio de los hechos donde fueron encontradas las monedas así como el cuerpo del delito que fue un puñal.
Pero ellos aseguraban que no había sido el robo el móvil del crimen, sino vengarse por el mal trato que les daba el sacerdote. Aun así, fueron sentenciados, retardando el castigo las apelaciones de los defensores; fue así como transcurrieron cinco años, aunque al término se confirmó la sentencia de muerte, que consistía además en cortarles las manos a los cuerpos para que fueran exhibidas como escarmiento para el resto de la población. Las manos criminales se colgaron del muro exterior de la sombría casa del callejón solitario y triste. Desde entonces se le llamó el Callejón de las Manitas. Cuando la gente tenía que pasar por este callejón empezaba a rezar y no cesaba de hacerlo hasta que salía de él.
Por fin alguien descolgó las manos de aquel sitio, pero pasados unos días volvían a aparecer. Así fue en forma sucesiva durante mucho tiempo, hasta que se reformó el barrio y el callejón lo atravesó una calle ancha. Aun así, en ese mismo lugar donde estuvo la casa lúgubre, en algunas noches del mes de noviembre todavía se ven flotar en el espacio unas manos esqueléticas que buscan acomodo en un sitio, también se aparece un sacerdote menudito, esmirriado, de sotana rabona, que cruza la calle y se pierde al doblar la esquina, motivo por el que todavía hoy en día los habitantes de San Luis Potosí temen cruzar el callejón que existe atrás del Hospital Militar de la ciudad.
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