lunes, 7 de enero de 2013
Solvástika y el Símbolo de la Horca
En un apartado lugar de la tierra, no hace mucho tiempo,
existió una isla en la que unas gentes sencillas adoraban un curioso símbolo
llamado Solvástika. El origen de esta
veneración, así como la procedencia del símbolo mismo, parece habérsenos
perdido en la noche de los tiempos. Algunos postulaban que Solvástika era un
antiguo símbolo superviviente de las culturas que habitaron el planeta antes de
la Gran Guerra, cuando todavía el hombre solía usar unos papelitos verdes o
rojos como medio de intercambio. Otros
creían que había sido un símbolo creado por los primeros habitantes de la Isla
para reverenciar al Sol, padre de todas las bienaventuranzas. Después de todo, el parecido de la Solvástika
con el Sol siempre supuso mucho más que una formal coincidencia en el
nombre. El símbolo parecía imitar la
rueda solar en su clásico desplazamiento anual y era evidente que el prefijo
“Sol” hacía referencia a esta mismísima estrella, que no se cansaba de
iluminarnos con su luz, y dotar de vida a todas las cosas del planeta.
De cualquier forma, lo cierto es que en algún momento de la
historia de la isla la gente dejó de adorar este símbolo y lo reemplazó por
otro no menos curioso ícono religioso, el símbolo de la Horca. Cuenta una vieja leyenda que el origen del
símbolo de la Horca está ligado a la historia de un oscuro proceso
judicial. En tiempos de antes de la Gran
Guerra, cuando Poma ya no era lo que solía ser, una gran cantidad de bocones,
profetas y charlatanes arribaron al gran Imperio. Con ellos llegó una suerte de intranquilidad
y desconcierto social que provocó más de algún disturbio. Nada, en todo caso, que hiciera tambalear al
ya debilitado Imperio. Los pequeños desórdenes
y alborotos eran siempre controlados y tratados como meros asuntos de policía
local; aunque ciertamente la suma de todos estos pequeños jaleos generaban una
molestia no menor para las autoridades del Estado. Uno de estos alborotadores y delincuentillos,
que disfrazaba todo su resentimiento contra el orden establecido en la forma de
una nueva doctrina, fue quien dio origen a la veneración del símbolo de la
Horca. Su nombre, según cuenta la leyenda -aunque nada de esto podemos
precisar- era Yesús, oriundo de una ciudad hoy desaparecida, llamada Nataret,
un lugar perdido en el continente allende Solvástika[1]. Yesús de Nataret era,
como todos los bocones y charlatanes de aquellos días, un inconformista de su
tiempo, un hombre reñido con las leyes y las instituciones de su época. Se dice que habría tenido muchos seguidores
(nada de esto, no obstante, se ha podido comprobar) y que habría predicado sin
ambages una doctrina del amor y de la paz universales. A nosotros, por cierto, nos es muy difícil
corroborar estas informaciones; aunque algunas de ellas nos resultan menos
inverosímiles que otras. Por ejemplo, el
asunto de si predicó o no una doctrina del amor y de la paz universal nos
resulta plausible de creer, pues no entraña ninguna novedad. Se sabe que hacia finales de la época que
precedió a la Gran Guerra la gente solía alucinar con este tipo de supercherías
reblandecedoras: doctrinas del amor y de la paz se vendían como el pan caliente
en verano y, por cierto, siempre había lugar para que algún nuevo bocón la
reinterpretara a su gusto. El éxito de
estas doctrinas yacía en la simplicidad de sus premisas, siempre tan ad-hoc a
la particular inteligencia del pueblo.
Jamás contenían cosas que superaran en complejidad enunciados tales como
‘el cielo es azul’ o el ‘agua moja’. Y
siempre se daban vueltas entre tres o cuatro ideas, las que combinadas
ingeniosamente dejaban la impresión de estar en frente de una nueva
doctrina. En ello yacía el secreto de su
éxito. ‘Azul es el cielo’ o ‘el cielo
azul es’ podían ser variantes interesantísimas de las nuevas proposiciones,
para las que la gente siempre estaba bien predispuesta y llana. Pero, como ya dijimos, nunca iban más allá
de esto[2]. Por ello, no resulta difícil
aceptar que este Yesús de Nataret haya predicado, también, doctrinas del amor y
la paz del tipo ‘el cielo es azul’ o ‘el agua moja’. Lo que no queda nada claro, eso sí, y cabe,
por tanto, explicarlo en estas hojas, son las circunstancias de su muerte, la
cual habría dado origen a la veneración del símbolo de la Horca.
Lo primero que hay que subrayar, al respecto, es que antes
de la venida de este predicador, la Horca no constituía un símbolo, en lo
absoluto, de nada. Pero, si se la
hubiera usado como símbolo de algo, no nos asiste la menor duda de que habría
sido utilizada como un símbolo del horror y la vergüenza. Y esto es porque la
Horca, en cuanto es un instrumento al servicio de la muerte, no puede menos que
ser un símbolo portador de energías negativas.
La muerte en la Horca era sinónimo de vergüenza y deshonor; y estaba
reservada únicamente a los criminales de la más baja ralea. No estará nunca demás insistir, por tanto, en
el tipo de persona que tiene que haber sido este Yesús de Nataret: si su
ignominiosa muerte acaeció en la Horca, nos queda bien establecido la opinión
que sus contemporáneos tuvieron que haberse formado de él.
Ahora bien, Yesús de Nataret fue juzgado por un bizarro
tribunal de la época conocido como el Satedrín. Algunos dicen que este tribunal
había sido fundado por un antiguo patriarca del pueblo de Yesús, un tal Satén o
Satán, líder religioso de una época que nos es difícil precisar. Fue en honor de este personaje que el
tribunal se llamaba Satedrín, (Satadrín o Satandrín según otras variantes de la
misma). En todo caso, para lo que nos
importa decir aquí, bástenos con afirmar que Yesús de Nataret fue juzgado por
este Tribunal y condenado a morir como un criminal cualquiera (es decir, sin
dignidad alguna) en la Horca. A partir
de este momento, ese instrumento de la muerte que es la Horca, pasó a
convertirse en un ícono de la esperanza en una vida futura.
Muchas cosas son las que se pueden referir sobre este
asunto. Lo primero es que, pese a la
trivialidad de la historia y los hechos que acompañan a la vida y muerte de
este oscuro delincuentillo, no ha podido hallarse ningún documento, salvo los
escritos por sus propios seguidores, que pruebe, en algún modo, su
existencia. Y cuando decimos que no se
ha encontrado ningún documento lo que queremos decir es precisamente eso:
NINGÚN DOCUMENTO. Cosa rara, por decir
lo menos, sobre este curiosísimo personaje. Sobre todo, si se toma en cuenta
que los cuatro escritos redactados por sus seguidores -y que son, en todo caso,
los únicos que refieren su hipotética existencia- nos hablan de él como si se
tratase de un gran personaje de su tiempo, de alguien que habría estado en
conexión con las más altas esferas del poder y cuya presencia, en los
noticiarios de la época, no habría dado lugar a duda alguna sobre su existencia. Cuesta creer, por tanto, que una humanidad
como la de aquellos días, con capacidad de poner por escrito hasta los hechos
más triviales de su época, no haya sido capaz de redactar SIQUIERA UNA LÍNEA
sobre la vida y la obra de este supuesto magnánimo personaje. Razón suficiente y legítima, por tanto, para
dudar de la real existencia de este adalid de esclavos (que es la opinión que
nos hemos formado, en todo caso, de este Yesús de Nataret). Pero leyenda o no, lo cierto es que hubo un
tiempo, entre nosotros, que duró un poco más de dos mil años, en la que los
hombres adoraron la Horca como símbolo de redención, ignorando casi por
completo el espurio origen del significado de la veneración de este símbolo.
Yesús de Nataret había sido un carpintero de oficio de
origen tullido. Los tullidos eran una
tribu de las tierras allende Solvástika que se habían caracterizado por su
notable predisposición a la porfía, el resentimiento, la envidia, el pillaje,
la truculencia, la intriga, la desconfianza, la deshonestidad, la trampa y el
engaño. Vivían quejándose y lamentándose
todo el tiempo por todo; y no perdían jamás ocasión de dar muestras excesivas
de su marcada actitud lastimera, pedigüeña, avara y usurera. Les encantaba hacerse las víctimas por todo,
aunque en realidad les sentaba mejor el papel de victimarios. Pero el caso es que victimizarse les había
dado, en toda época, grandes dividendos; y por ello privilegiaban este modo de
ser con gran versatilidad. En la época
que los historiadores coinciden en llamar época de la globalización, unos seis
o siete siglos antes de la última Gran Guerra, se dice que los tullidos habían
logrado convencer a la humanidad entera de ser las pobres víctimas de la acción
criminal de un pueblo de las tierras del norte, quienes sin motivo racional
alguno, se habrían despachado para el otro mundo a un total de seis millones de
tullidos, por los medios más increíbles que quepa imaginar. Y aunque nunca pudo hallarse prueba objetiva
alguna de este colosal acontecimiento, los tullidos habían logrado hipnotizar a
toda la humanidad con el mito de los seis millones de tullidos muertos. Por cierto que esa victimización consciente,
de la que tanto se hablaba en aquellos días, les había traído los más grandes
dividendos de la historia. Por de pronto,
con ello se habían agenciado, para sí mismos, la formación de un prodigioso
Estado, en unas tierras que habían pertenecido por siglos a otro pueblo. Lograron hacer que el país del norte, a
quienes sindicaban como los responsables del Holocuento (que esta era la forma
como llamaban al mito de los seis millones de tullidos muertos) pagara cifras
de dinero exorbitantes de reparación por los supuestos crímenes de guerra, a
esta nueva nación de los tullidos, que, en todo caso, ni siquiera habían combatido
en este conflicto. Merced a las intrigas
de siempre, lograron filtrar la casi totalidad de los gobiernos de los países
más poderosos del mundo, explotando hasta la saciedad el mito de los seis
millones de tullidos muertos, y haciéndose por ello un país inmensamente rico.
El nombre real de esta tribu de intrigantes se nos ha
extraviado del todo. Pero algunas
fuentes que hemos podido consultar, no sin dificultades, nos llevan a
determinar que los tullidos, en aquellos días del mito de los seis millones –época
que los historiadores han convenido en llamar, como ya dijimos, era de la
globalización (otros, por razones que no cabe explicar aquí, la han preferido
llamar ‘época de la holiwudisación’)- eran ampliamente conocidos como
‘Tullidos’ (de donde viene tuyudidos, tullididos, tullidos), nombre que les
habría sido dado en honor de Yudá, un mago negro de épocas todavía más lejanas,
y por tanto, de tiempos más difíciles de precisar. Yesús de Nataret, el ahorcado, habría sido
entonces un Yudío, un nariz de anzuelo, o langanasú (nariz larga), como le
habrían llamado los pomanos. Aunque esta
historia tampoco queda clara y cabe hacer aquí también algunas precisiones.
Los pomanos, como todo el mundo sabe, fueron aquel
maravilloso pueblo que salvó a la humanidad de la decadencia a la que le había
conducido la globalización. Por esa
razón, los Tullidos, a quienes los pomanos llamaban longanasú (narices largas),
les habían odiado y envidiado todo el tiempo.
Se sabe que la globalización había sido una creación tullida impuesta a
la humanidad por medio de ese otro curioso invento llamado ‘economía’ (invento
que en los días de la globalización era sinónimo de un endeudamiento y
esclavitud atroz per secula seculorum.
No sólo los Estados se endeudaban: todo el mundo, hasta el más
insignificante hijo de vecino vivía endeudado).
Los pomanos habían acabado de un plumazo con esta esclavitud tiránica
que suponía la globalización. Y por ello se habían granjeado el odio eterno de
los tullidos (que eran, en todo caso, los únicos que se habían beneficiado de
la esclavitud económica que generaba el sistema de la neoliberalización
–variante eufemística con la que algunos se referían a la globalización). Es por esta misma razón que los tullidos se
dedicaron, a partir de entonces, a esparcir hasta la saciedad, toda clase de
conjuros y maleficios contra los pomanos, sin obtener, por cierto, resultado
alguno. Los pomanos, en realidad, vivían
como si los tullidos no existieran. De
vez en cuando, eso sí, reparaban en lo extraño que era este pueblo. Pero, en general, no le daban mucha
importancia. Como buenas gentes que eran
les habían perdonado todo cuanto habían hecho sufrir a la humanidad entera con
su maldito sistema económico. Pero ello
no les impedía tener clara cuenta acerca de quiénes eran, en verdad, estos
tullidos. La mayor parte del tiempo, los
consideraban más bien como un pueblo molesto, al modo como puede llegar a ser
molesto, para cualquiera, una comezón en la espalda, o una piedrecilla en el
zapato, o una mosca revoloteando alrededor de uno a la hora del almuerzo. Pero fuera de esto no les daban mayor
importancia, y los dejaban vivir tranquilos, a cambio, únicamente, de que
cumplieran sus compromisos económicos con el Imperio –porque demás está decir
que en los días en que los pomanos tomaron contacto con los tullidos, Poma ya
era un Imperio.
Para los tullidos, en cambio, los pomanos eran el pan
corriente de cada día. No había otra
cosa que les importara más que los pomanos.
Se obsesionaban con ellos noche y día.
Y les prometían las penas del infierno.
Por ello, cuando en medio del éxtasis revanchista, apareció este Yesús
de Nataret predicando la paz y el amor incluso para con los pomanos, los
tullidos hirvieron en sangre a un punto tal de absoluta ebullición. No dudaron entonces en hacer con este nuevo
bocón aparecido, lo mismo que unos años antes habían hecho con Jan, el tatuísta
(llamado así porque predicaba una extraña doctrina a las orillas del río Jodán
o Nomejodán[3], donde se sentaba en una cómoda silla de playa y se las dedicaba
el día entero a tatuar a todo tipo de hippies, marihuaneros, pacifistas y
cuanta mierda miserable excéntrica, llegada de todas parte del planeta, se le
acercara). Este tatuísta había sido, lo
mismo que el ahorcado (esto es, Yesús de Nataret), un bocón de moda en esos
días. Pero a diferencia de este último,
la cizaña tullida en contra de él, había decretado para el tatuísta una muerte
muy distinta –pero no por ello menos horrible que la que decretarían después
contra el ahorcado-. Contra el tatuísta
el método para acallarlo consistió en cortarle la cabeza. Lo cierto es que cuando apareció Yesús en la
escena pública de los tullidos, a juzgar por los relatos que nos llegan de los
cuatro evantrampistas (llamados así por su curiosa obstinación e inclinación a
hacer trampas: uno de ellos, incluso, habría comenzado su vida adulta como
recaudador de impuestos para los pomanos), a juzgar por el relato de estos
evantrampistas, digo, -que, en todo caso, son los únicos que existen- Yesús de
Nataret habría provocado tal escándalo entre sus congéneres, por boconear la
paz y el amor a todo el mundo, incluso a los pomanos, que no habría dejado de
llamar la atención de los miembros del Satedrín –o Satandrín (hay fuentes que
señalan que los miembros de este consejo habrían sido llamados también
Satandrines o malandrines)- quienes no perdieron su tiempo y lo enjuiciaron por
blasfemia, condenándole a morir en la Horca.
Ahora bien, como en aquel entonces Istael (que éste era el
nombre que le daban los tullidos a su Estado) era una provincia pomana, y los
tullidos no podían gobernarse por sí solos –y en consecuencia, no podían
ejecutoriar ninguna condena emanada del Satedrín (que a efectos prácticos,
pesaba menos que una hoja echada al viento para los pomanos)- los tullidos
llevaron el caso de Yesús a un tribunal de Poma y lo rodearon, como siempre, de
una cantidad considerable de intrigas. Se trataba de hacer que los pomanos
hallaran a Yesús culpable de traición a Poma: tarea nada fácil de conseguir, pues
Yesús había boconeado abiertamente el amor a los mismísimos pomanos. Pero
acostumbrados como estaban los tullidos a tramar intrigas de toda índole y
habiendo desarrollado la habilidad del verbo fácil y la capacidad de
razonamiento intrincado, típico de las naturalezas rastreras, no les costó
mucho poner las cosas de un tal modo que, lo que un principio era, a ojos
vistas de cualquiera, lealtad, ahora podía ser visto como traición. Y es que el espíritu del pomano, práctico y
sencillo como era, no podía fácilmente contra los intrincados razonamientos y
silogismos de la mente abstrusa de los tullidos; y terminaron, por ello,
rindiéndose dócilmente, como siempre, a una lógica que contradecía el más
elemental sentido común. Y es que los
tullidos eran expertos en dar vueltas las cosas, en poner todo patas para
arriba. Su ámbito natural -el dominio en
el que más cómodamente se movían- era la mente y los frutos monstruosos de la
mente (el silogismo incluido entre ellos).
El mismo Yesús de Nataret había sido una clara muestra de cómo, a través
de unos pocos razonamientos intrincados y enrevesados hasta la aparente
simplicidad, un toro podía terminar siendo una vaca, o un perro podía terminar
siendo un pez. Con su natural habilidad
para los juegos mentales y la abstracción -que a los tullidos parecía venirles
de su prolongado trato con el comercio y las transacciones de toda índole- los
miembros de esta raza no tuvieron mayor dificultad para convencer al procurador
pomano de la culpabilidad de Yesús y a éste no le quedó más remedio que
condenarlo a morir ahorcado, por razones que, en el fondo de su alma, su
sencillez le impedía comprender. Fue así
como Yesús fue ahorcado un viernes por la mañana, en presencia de unos cuantos
pocos seguidores, a los que, según se dice, les habría prometido regresar. Con la muerte ignominiosa de Yesús en la
Horca se inicia la historia de cómo, este horripilante instrumento de la
muerte, acabaría finalmente por desplazar a la Solvástika como ícono religioso
de los solvastikanianos.
La historia es más o menos como sigue. Una vez que Yesús desapareció forzosamente de
la escena pública de Istael, los tullidos se dieron a la tarea de perseguir a
sus discípulos. Y aunque éstos eran
pocos e insignificantes los tullidos pensaban que no había que darles
tregua. Les acosarían implacablemente,
del mismo modo que ya antes habían perseguido a los seguidores del tatuísta, y
en general, a todo aquel que no pensara como ellos. Los tullidos eran rígidos y pérfidos, y se
enseñaban con todo aquel que osara desafiarlos.
Por ello, aunque los seguidores del ahorcado –conocidos también como
ahorquistas[4]- eran pocos, igual había que perseguirlos, pues nadie que osara
desafiar a Istael debía quedar sin castigo.
Para esto, los tullidos se sirvieron de la ayuda de un soplón de
primera, uno de los más cualificados agentes para el espionaje y el
contraespionaje, un tal Zaulo de Farso[5], conocido mejor por su alias como el
apóstol Dablo, o Diablo (no podemos garantizar aquí tampoco la exactitud del
nombre). Este pillo, sujeto de la peor
ralea y salido de la más pútrida cloaca, oficiaba de agente secreto para los
tullidos, esto es, de soplón a sueldo del Estado (un verdadero delator
profesional). La traición era el dominio
en el que mejor se movía. Su tarea era filtrarse entre los grupos subversivos
de la época y practicar la delación. Se
cuenta que entre todos los soplones del Estado no había ninguno más diligente
que él. Algunos piensan que su
enconamiento en delatar le producía tal placer que sólo podía atribuírsele a un
profundo instinto de maldad. Zaulo de
Farso era implacablemente cruel contra quienes dirigía su cizaña y fue por ello
que se le encomendó la infiltración de uno de los grupos más molestos de esos
días: los ya conocidos ahorquistas. Zaulo
comenzó su persecución de los ahorquistas de un modo implacable. Pero he aquí que un día se le dio vuelta el
paraguas y terminó por convertirse en el más resuelto de los ahorquistas. ¿Cómo fue que sucedió esto? La historia oficial cuenta que cuando Zaulo
fue enviado a la isla de Solvástika a perseguir ahorquistas una luz le
encegueció y le habló de esta forma: “Zaulo, le habría dicho la voz, ¿por qué
me persigues?”. Entonces Zaulo reconoció
al instante que esa voz era la voz del ahorcado. Poco importó entonces, a quienes escrutaron
ese hecho, saber que Zaulo no había visto jamás en persona al ahorcado. De tal modo que, si no le había visto ni
escuchado ¿cómo podía saber que era el ahorcado quien le hablaba? Lo cierto es que nunca se molestaron en aclarar
esta cuestión y tan pronto como Zaulo recuperó su vista (a los tres días
después de sucedido el hecho que relatamos) dejó de ser un perseguidor de
ahorquitas y se convirtió en el más entusiasta seguidor del ahorcado. Esto es, por lo menos, lo que cuenta la
historia oficial. Pero no es esta la
única versión que existe de estos hechos.
Nuestras fuentes nos llevan a considerar, también, la otra versión de
esta historia, ampliamente difundida entre nosotros desde que los hileristas,
seguidores de un sabio guerrero de nuestros tiempos llamado Hiler,
redescubrieran el valor y el símbolo de la Solvástika. Esta es la otra versión de estos hechos. Se sabe que cuando los ahorquistas, todos
ellos de raza tullida, emigraron del continente a la isla de Solvástika,
tuvieron mucha aceptación entre los nativos, quienes les acogieron en sus casas
y asimilaron algunas de las ideas de su nueva doctrina. Como no existía en Solvástika la pena de
muerte por ahorcamiento los solvastikanianos no asociaron, en principio, el
símbolo de la Horca con nada malo.
Intuitivamente algunos, eso sí, lo encontraron un poco
estrafalario. Pero prontamente no hubo
ningún solvastikaniano que dudara en lo absoluto de sus nuevos huéspedes, los
ahorquistas. Y es que los nativos de
Solvástika eran gentes sencillas, amables, confiadas; limpios de corazón y de
espíritu. Con el tiempo, incluso, hubo
algunos solvastikanianos que terminaron por convertirse a la religión del
ahorcado: en ellos yace el comienzo de la tragedia que vendrá después. Cuando llegó al continente la noticia de que
los ahorquistas estaban teniendo éxito en Solvástika, el jefe del Satedrín, un
tal Kaipás Malandrín, no dudo en planear una nueva intriga para sacar provecho
de esta situación. “Si los
solvastikanianos eran gentes tan simples y crédulas como parecen ser -pensó el
jefe del Satedrín- quizá sea mejor irse donde ellos e instalarse a vivir
allí” Después de todo, ya nada podían
hacer contra los pomanos; en cambio, los solvastikanianos ignoraban en absoluto
cómo eran ellos, y dada su particular tendencia a confiar, resultaban ser un
blanco perfecto para un nuevo engaño.
Fue entonces cuando Kaipás Malandrín ideó su malévolo plan. Hizo venir a palacio al más pérfido de sus
delatores, el ya conocido por nosotros Zaulo de Farso. Y le dijo: “Quiero que vayas a Solvástika, la
isla, y que te hagas pasar por ahorquista, y que prediques allí las mismas
supercherías del ahorcado. Quiero que
todo el mundo en esas tierras se convenza de que tú eres el más entusiasta de
los seguidores de ese farsante. Y ya
para cuando eso haya sucedido comenzarás a emborrachar la perdiz de los
solvastikanianos, contando verdades a medias, mezclando mentiras con verdad,
debilitando en todo su carácter y su moral.
Difundirás como si hubiese salido de la boca del ahorcado una nueva
doctrina, una doctrina nuestra dirigida para ellos, con el objeto de
debilitarlos y convertirlos fácilmente a nuestro antiguo evangelio, el de la
usurocracia, que tantos dividendos nos trajo antiguamente, en la época de la
globalización neoliberalista, cuando gobernábamos sin contrapeso el mundo,
gracias a nuestros bancos, nuestra prensa, nuestra amada holiwud; y nuestro más
amado aún sistema financista. Se sabe
que los solvastikanianos son gente sencilla y simple, pero también un poco
duros de carácter, y apegados sobre manera a la tradición y a sus
costumbres. Pues bien, todo lo que
prediques en nombre del ahorcado tiene que tener por objeto debilitar sus
costumbres y su carácter. Deberás
ingeniártelas para que en lugar de la tradición amen los cambios. Para ello promoverás una nueva ideología que
llamarás ‘Revolución’. Y la pintarás con
los más vistosos colores, de tal manera que se vuelva atractiva a las masas del
pueblo, que nunca entienden mucho de nada, y que siempre se dejan llevar
únicamente por las impresiones, por aquello que ataca al gusto y al
sentimiento. Deberás hacer por tanto que
la Revolución sea más atractiva que la Tradición; y para ello identificarás la
revolución con el pueblo, y la tradición con los amos. Así nos será más fácil debilitarlos y
controlarlos. Y por sobre todo, debes
barrer con sus antiguos símbolos; de ese modo, tras unas tres o cuatro
generaciones, ya no poseerán inconsciente colectivo alguno desde el que generar
resistencias intuitivas hacia nosotros, cuando ya comience a hacérseles patente
que les dominamos. Debes cortar de raíz
los símbolos que lo unen a sus costumbres y a sus tradiciones, y debes
reemplazarlas por símbolos que fabriquemos especialmente para ellos. De ese modo, y aunque en un principio no le
hallen significado alguno, nuestros íconos terminarán por neutralizar y
bloquear toda su vinculación existencial, cósmica e inconsciente con lo que
eran sus arquetipos antiguos. Nuestra
historia patria devendrá su historia nacional, y nuestros patriarcas se
convertirán en sus héroes. Así, cuando
nosotros decidamos irnos para allá, nos será más fácil instalarnos y comenzar
de a poco a dominar a los solvastikanianos”.
De esa suerte fue que habló el jefe del Satedrín y Zaulo de Farso le
obedeció al pie de la letra. En el
camino a Solvástika se convirtió al ahorquismo a través del truco que referimos
más arriba. Predicó incansablemente en nombre del ahorcado una nueva doctrina
que no le costó mucho recrear, pues las supercherías del carpintero de Nataret
eran ya, de por sí, ampliamente debilitantes. Logró expandir por toda la isla
las nuevas supersticiones, hasta que llegó el día en que el mismísimo rey de
Solvástika se convirtió al ahorquismo.
Este rey, célebre por su estupidez (la cual, según se dice, era
comparable en grados únicamente con su crueldad), fue quien terminó por
completar la obra encomendada, siglos antes, a Zaulo de Farso. Su nombre era Tontantino (llamado así por lo
profundamente tonto que era), y fue, en los hechos, el verdadero creador del
símbolo de la Horca. Cuenta la leyenda
que la noche previa a una batalla decisiva por el trono de Solvástika
Tontantino tuvo un sueño. En él vio una
gran Horca y bajo ella la inscripción: “Bajo este signo vencerás”. Bastó únicamente esa sujeción onírica para
que Tontantino, acrítico como era, se convirtiera al ahorquismo e impusiera en
todo la isla la moda de llevar colgado al cuello un collar con una Horca como
símbolo de su adhesión a la nueva doctrina.
Los solvastikanianos, en realidad, temerosos del nuevo rey –pues sabido
es que era cruel en una proporción similar a su tontera- se mandaron a hacer
collares con símbolos de horcas por montones.
Y no faltó aquel que para congraciarse todavía más con el nuevo jefe de
gobierno mandó a construir una Horca en el antejardín de su casa, de la que
hizo colgar el maniquí de yeso de un ahorcado, en honor del mismísimo
Yesús. Con el tiempo se olvidó el temor
y las horcas fueron llevadas por costumbres entre las solvastikanianos, como si
se tratase de un nuevo símbolo redentor.
Tontantino, entonces, prohibió para siempre el símbolo de la Solvástika
y la religión que le era afín. A partir
de entonces, todos en la isla deberían convertirse al ahorquismo.
Pero llegó un día en que un joven príncipe se opuso a la
nueva doctrina. Su nombre era Tuliano,
conocido también como el apostata, por su ímpetu de renegado contra el
ahorquismo. Tuliano había comenzado su
carrera como un bravo general al servicio de Solvástika. Y fue en nombre de esta tierra que marchó a
Poma a combatir a los Pleteyos, en los días de la Gran Guerra. Fue en Poma que se enteró del verdadero
significado de la Horca, y de la real naturaleza de los padres del ahorquismo. Ya cuando la guerra terminó y Tuliano tuvo
que volver a Solvástika se propuso extirpar de su tierra el maleficio que había
caído con la llegada de los ahorquistas.
Lo primero que hizo fue confrontar el nuevo ícono de la religión
ahorquista con el antiguo símbolo que había dado origen a la Solvástika. Escribió un tratado que difundió por toda la
isla. En él resumía en unos pocos puntos
las profundas diferencias que existían entre los dos símbolos en cuestión.
Nosotros reproduciremos aquí las más significativas diferencias planteadas por
Tuliano, conforme se nos impone por los asuntos que estamos narrando en estas
líneas. Las discrepancias entre el
símbolo de la Solvástika y el símbolo de la Horca pueden resumirse, siguiendo a
Tuliano, del modo que sigue:
1. La Solvástika
es un símbolo de la vida, mientras que la Horca representa la muerte. Tuliano
justificó esto diciendo que la Solvástika, en la medida que representa al Sol y
el Sol es el astro dador de vida por antonomasia, ella misma es un símbolo de
la vida. En cambio, la Horca, al ser en
los hechos un instrumento al servicio de la muerte, no podía menos que
representarla en su funcionamiento más patético, el que prescribe la muerte de
los criminales más abominables.
2. Al ser un
símbolo de la vida, la Solvástika es también un símbolo de la buena fortuna y
usado para promover las buenas vibraciones.
Esto le viene de su carácter fértil, pues la fertilidad es una de las
características de la vida. La Horca, en
cambio, al ser un símbolo de la muerte, no podía menos que acarrear malas
vibras y ser, en todo, un ícono de la
mala fortuna. Nada bueno podía esperarse
de un símbolo así. Se sabe que hasta muy
entrado el presente siglo los tullidos todavía lo usaban para proferir todo
tipo de conjuros y maleficios.
3. La Solvástika,
al semejar con sus cuatro brazos el movimiento del Sol a través de las cuatro
estaciones del año, era claramente un símbolo de fertilidad que llamaba a las
buenas cosechas. La horca, en cambio, al
semejar a la muerte, sólo podía representar, en este sentido, la esterilidad y
la petrificación.
4. Al imitar la
vida y llamar las buenas vibraciones la Solvástika despertaba el lado luminoso
de la vida psíquica y lo potenciaba creativamente. La Horca, en cambio, al ser un símbolo del
horror, sólo podía incitar el lado sádico de la vida anímica, e
inconscientemente llamar la atención, precisamente, de las gentes que, por su
torcida naturaleza, tienen mayor predisposición hacia el delito, la crueldad y
la truculencia.
5. La Solvástika,
al estar del lado de la vida, enriquecía a los individuos que vivían bajo sus
auspicios, haciéndolos mejores personas, y dotando sus existencias de un
sentido del acontecer que tomaba a la naturaleza como paradigma. La Horca, en cambio, al ser un símbolo al
servicio de la muerte y de claras connotaciones negativas, sólo podía echar a
perder a las personas, hundiendo sus existencias en irracionalismo, faltas de
sentido, caos anímico, y toda clase de desórdenes mentales y afectivos.
Cabe destacar también que la Solvástika era un símbolo
natural, en tanto que la Horca era un invento humano creado originalmente para
acabar con la vida de los criminales, parias, y delincuentes de la peor
ralea. Pero lo que es todavía más
curioso, señalaba Tuliano, es que las gentes que comenzaban a guiar sus vidas
por el símbolo de la Horca perdían toda conexión natural con su mundo
interior. Se volvían sujetos sin almas,
sin espíritu. Todo en ellos era ligereza
y penosa mediocridad. Se echaban a
perder como personas. Y ya no tenían la
riqueza psíquica que solían tener.
Estaban, además, como estupidizados e hipnotizados por el nuevo símbolo;
como si una especie de magia negra se hubiese llevado a cabo, a través de la
Horca, en contra de ellos. La gente ya
no sólo colgaba a sus cuellos collares de Horcas con figuras de ahorcados
hechos de los más finos y curiosos materiales, sino que también los
antejardines y los livings de las casas se llenaron de Horcas con figuras de
sujetos ahorcados. Imagínense cuál fue
la sorpresa de Tuliano el día que visitó a uno de sus antiguos amigos que se
había convertido al ahorquismo. Entró en
su casa, y para su sorpresa, vio una enorme escultura tallada en bronce, de un
tipo colgado de una cuerda de acero atada a la viga de un techo, con una
expresión de dolor en el rostro, que sólo podía despertar en uno, los
sentimientos más horripilantes. Como esa
figura en la casa del amigo de Tuliano, cientos de otras imágenes, retratos,
esculturas, maniquíes, muñecos, etc., de sujetos colgando con una soga atada al
cuello, hallábanse por todas partes en Solvástika. En las plazas, en los antejardines de las
casas, en los livings, en las habitaciones personales, en el cuello de las
personas al modo de collares, etc. El
símbolo de la Horca se había vuelto omnipresente. Estaba por todas partes. ¿Cómo podía ser posible, se preguntaba
Tualiano, que siendo la Horca un símbolo tan manifiestamente maléfico, hubiera
gente que lo reverenciara como si se tratase de lo contrario? De hecho, en los días de Tuliano, se habían
puesto de moda unas películas llamadas de vampiros, donde los villanos eran
sujetos venidos del otro mundo, que para subsistir precisaban de succionar la
sangre humana. El carácter maligno de
estos sujetos quedaba atestiguado por el hecho de que eran criaturas de la
noche que no toleraban la luz del día.
Pues bien, en estas películas se mostraba un curioso modo de
combatirlos: la gente les ponía el símbolo de la Horca enfrente y lograba con
ello alejarlos. Esto no podía resultar
más extraño al gusto y paladar exigente de Tuliano. Si los vampiros eran seres maléficos, ¿cómo
es que podía combatírselos exhibiendo un símbolo igualmente maligno como
ellos? Antes bien, hubiera hecho sentido
que se los derrotara mostrándoles una Solvástika, que éste era por naturaleza
un símbolo de la luz y de la bienaventuranza.
Pero no una Horca, que era un símbolo igualmente diabólico como los
vampiros que pretendía alejar. ¿Cómo podía suceder que la gente no se diera cuenta
de algo que era tan evidente? Tuliano
caviló y caviló, entonces, por días y semanas enteras, hasta que logró dar con
una respuesta. Los Solvastikanianos
tenían que estar siendo hipnotizados. El
ícono de la Horca no sólo era un símbolo del horror, era también un instrumento
de magia negra. Apoyado por otro no
menos curioso invento llamado Tonteravisión, un antiguo aparato ridículo que se
había puesto nuevamente de moda en los días de Tuliano, los solvastikanianos
estaban siendo manipulados e hipnotizados por un poder invisible. A través de la Tonteravisión se les cortaba
el circuito del pensamiento; y por medio de la Horca se les hipnotizaba. Tuliano comenzó a sospechar que tras esta
macabra acción debían hallarse los mismos corruptos de siempre, los tullidos y
sus secuaces, los ahorquistas. Y
entonces decidió combatirlos con todo su puño y toda su fuerza. Descubrió que tras la manipulación de los
solvastikanianos, los usuristas (que este era otro de los nombres con que se
conocía a los tullidos) y los ahorquistas buscaban el control y el dominio
total de la isla, para así imponer su economía y terminar por subyugar y
esclavizar la vida de todos en beneficio únicamente de ellos. Tuliano reunió entonces a los mejores hombres
de su época, los únicos que no habían sucumbido a la corrupción. Éstos, entonces, se hicieron llamar “los
buenos hombres” y combatieron hasta el último de ellos la maldición que se
había extendido por toda Solvástika.
Pero no lograron éxito alguno, en su lucha contra los usuristas y los
ahorquistas. Al parecer ya era demasiado
tarde. La perfidia había penetrado hasta
tal punto el alma de los solvastikanianos que ya no era posible volver
atrás. Hacía falta algo más que la
voluntad y la inteligencia de un joven príncipe como Tuliano para exorcizar a
estos demonios. La buena nueva sólo pudo
llegar muchos siglos después, cuando los guerreros hileristas, de quienes somos
orgullosamente sus herederos, terminaron por purificar la antigua tierra de
Solvástika, expulsando a todos aquellos espíritus inmundos de la isla. Su líder, el joven guerrero Hiler, fue quien
trajo a nuestras tierras del continente el nuevo evangelio. Y con ello hemos comenzado a purificar,
también hoy, nuestro país. Nuestra tarea
aun no concluye. Pero sabemos que,
igualmente que sucedió en esa isla llamada Solvástika, también aquí volverá a
brillar la vida, el sentido y la sensatez que una vez, hace mucho, existió
entre los hombres.
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