sábado, 5 de enero de 2013
La Infamia de Nüremberg
El mal llamado Proceso o Juicio de Nüremberg fue un
auténtico baldón a la Justicia y un agravio impenitente al Derecho de gentes.
Resultó una farsa, una patraña descomunal, urdida alevosamente por las
farisaicas "democracias"-de signo capitalista o de corte socialista,
en definitiva la misma ponzoña- que, patrocinadores del capitalismo y del
comunismo, al alimón y de forma conjunta, escenificaron un simulacro y un
macabro ceremonial, una pantomima jurídica, carente de toda legalidad y de
cualquier legitimidad, para perpetrar impunemente, con alarde y prevaricación,
uno de los mayores crímenes consumados, de forma paliatoria.
En la conferencia de Moscú, en el epicentro del comunismo,
celebrada el 30 de octubre de 1943 entre Roosevelt, Churchill y Stalin, se
decidió, siguiendo la doctrina y los métodos de Josué en el Antiguo Testamento,
el aniquilamiento de los adversarios "hasta los últimos confines de la
Tierra", incluso el sanguinario rojo Stalin en aquella ocasión apuntó la
sugerencia de eliminar sobre el terreno, sin formación de causa, a toda la
oficialidad del ejército germano a partir del grado de capitán y Churchill era
de la opinión que a los principales dirigentes nacionalsocialistas, una vez
identificados, deberían ser fusilados inmediatamente tras su apresamiento, evitándose
así las complejidades de un proceso legal. Sus compinches estadounidenses les
persuadieron que era preferible mantener las apariencias, aunque fuese en
fraude de ley, y tratar de decapitar o neutralizar para siempre a los 22
principales dirigentes del III Reich, habilitando para ello un Estatuto
especial, carente de legalidad penal, que fue acordado en la Conferencia de
Londres, vergonzosamente celebrada a puerta cerrada, el 8 de agosto de 1945,
para que funcionase el futuro Tribunal Militar Internacional de Nüremberg,
basado en un mero acuerdo ejecutivo y que no fue sometido a la ratificación de
ningún parlamento de los países asistentes a la Conferencia de Londres.
El juicio de Nüremberg, que abrió sus sesiones el 20 de
octubre de 1945, fue una cruel represalia y una oprobiosa venganza sin
precedentes, cometida por los vencedores de la II contienda mundial, en un
marco jurídico diseñado "ad hoc" pero desprovisto, como ya hemos
hecho alusión, de cobertura legal alguna para la celebración de un circo
semejante, que culminó con el veredicto del Iº de octubre de 1946 y con la
ejecución de las once penas capitales llevadas a cabo mediante el
estrangulamiento de forma paulatina en la horca, el día 16 de ese mismo mes,
coincidiendo con la celebración de la fiesta judía del Purim.
Todos los dirigentes del Estado alemán eliminados por un
horrendo crimen encubierto de legalidad, mártires del odio incondicional,
murieron con serena valentía y dignidad, con la invocación a Dios para que
protegiese a Alemania en sus últimas y estentóreas palabras pronunciadas ante
el cadalso.
Al haberse celebrado el Juicio sin positivación de derechos
ni garantías legales, ni siquiera las más elementales, los resultados
perniciosos de su veredicto, por otra parte predeterminado, quedarían
funestamente, para irremisible deshonra de los vencedores-verdugos, sin el
menor atisbo de legalidad.
La tipificación de los supuestos delitos imputados a los
líderes nacionalsocialistas se maquinó a posteriori. No existía previsión
normativa para los mismos. Se juzgaron actitudes y comportamientos que, en el
momento de realizarse, no estaban sancionados por existencia de norma jurídica
previa. Se crearon ex profeso para la ocasión. El mundo asistía atónito
contemplando como quedaba vulnerado el principio angular del derecho penal, el
"nullum crimen, nulla poena sine lege previa". Los actos que se iban
a juzgar no estaban sancionados con anterioridad por ninguna Ley. Comenzaba,
con el esperpento de Nüremberg, una nueva era en la que la seguridad jurídica
quedaba en entredicho y brillaba por su ausencia.
La norma tipificadora de los delitos y las correspondientes
penas que lleven aparejadas es un supuesto siempre antecedente, jamás, nunca
jamás, deben ser el resultado posterior a la acción conductual. El derecho
sancionador, por naturaleza, no debe ser arbitrario y mucho menos atrabiliario.
No se pueden juzgar comportamientos realizados de una forma plenamente ajustada
a derecho, con inexistencia de normas que prohíban su comisión y una vez ejecutada
la acción impune, se dicte una norma castigando un hecho que, en el momento de
su ejecución, era plenamente lícito. Crear la tipificación del delito después
de haberse cometido el hecho, como se hizo en el proceso de Nüremberg, es no
sólo un despropósito, es una aberración.
En Nüremberg se juzgaron conductas sin la requerida norma
legal previa, cuya redacción fue improvisada con posterioridad, lo cual era una
flagrante vulneración tanto del principio de legalidad, como de tipicidad, en
relación con delitos y penas.
Además, con este proceder torticero y antijurídico, se
conculcaba otro principio fundamental, expresado y reconocido unánimemente, el
de la irretroactividad de las normas penales cuando son contrarias, agravantes
y perniciosas para los reos, aunque el beneficio si se pueda aplicar con
posterioridad.
De los cuatro delitos artificiales que se imputaban, que
revoloteaban sobre la sala de audiencias de Nüremberg como una bandada de
cuervos, el cargo acusatorio sobre los que se sentaban en el banquillo de
"complot" no tenía soporte legal ni normativo, era inexistente,
carecía de refrendo jurídico, no estaba tipificado y además, en ninguna
legislación, no se contemplaba tal figura anómala como delito. Se juzgaba
impropiamente una nueva figura jurídica que no tenía, ni tan siquiera, una
definición clara ni precisa, en medio de una inmensa y total inseguridad
jurídica para los vencidos. Solo mentes perversas, como las que pululaban entre
bastidores de aquella orgía de venganza, es decir la mentalidad de la perfidia
judaica, era capaz de acusar sin norma previa y de aplicar un derecho
imaginario.
La segunda de las acusaciones versaba sobre supuestos
"crímenes contra la paz y la guerra de agresión", pero se daba la
curiosa y tozuda circunstancia que tal figura estaba exenta de sanción alguna
en el Derecho Internacional, por tanto no pasaba de ser una apreciación moral,
pues, sin sanción, no se considera dentro del ámbito del derecho, lo cual no
fue óbice para imponer sanciones de muerte en un juicio que más que presidido
por juristas parecía estar formado por terroristas revestidos de togas por su
forma de proceder.
La tercera de las imputaciones, es decir, la "violación
y costumbres de la guerra", en el caso de haber existido, tenía que haber
estado dirigida de forma clara, inequívoca, determinada y concreta contra las
personas físicas, plenamente identificadas, que se hubiesen extralimitado o
cometido excesos en situaciones de conflicto bélico y no, de forma global e
indiscriminada, "erga omnes", sin necesidad de nexo causal
probatorio, pero eso sí, absolviendo y exonerando de los crímenes de guerra
perpetrados por las fuerzas aliadas, que llevaron a cabo los hechos más
monstruosos de la historia de la humanidad.
Por último, en relación al cuarto de los delitos imputados,
apuntar que el inventado delito de "crímenes contra la humanidad" era
absolutamente desconocido hasta ese instante en el mundo del Derecho, se
juzgaría sobre una nueva e inédita categoría jurídica, y, por tanto,
inaplicable por desconocida e inédita, imponiéndose castigos, penas y sanciones
a conductas sin tipificación legal previa, cuya figura delictiva fue
incorporada a los textos legales una vez finalizado incluso el Juicio de
Nüremberg que las aplicó, utilizando, de forma retroactiva, normas posteriores
a los acontecimientos acaecidos con anterioridad a su existencia legal,
profanando, con tal proceder ignominioso, la consagración del principio de la
irretroactividad de la norma penal.
Las anomalías e irregularidades procesales sobre los
derechos de los acusados fue una constante, que a cualquier mente no
contaminada o enferma le provoca bochorno. Se juzgaba y condenaba a personas
responsables de las Instituciones del Estado Alemán, como ente de soberanía,
con su propio ordenamiento jurídico legislado por los órganos competentes, con
la sanción de la Jefatura del Estado elevada a la máxima responsabilidad de
gobierno por el respaldo de la voluntad popular expresada libremente en las
urnas, a sabiendas, por las fuerzas vencedoras, que ningún Estado soberano
puede ser juzgado por otro Estado por el principio clásico de paridad del
"acto de Estado", pues "par in parem non habet
juridictionem".
Se imputaron sin sonrojo y sin apoyo ni respaldo del Derecho
Internacional vigente en aquella época delitos a los líderes y jerarquías
políticas desde instancias ajenas a la soberanía de su Estado soberano. Los
gobernantes encausados, en todo caso, solo podían asumir responsabilidades ante
los tribunales de su propia nación.
Entre otros, con tal proceder en el proceso de Nüremberg, se
vulneraban el principio de preconstitución del juez, el principio de
imparcialidad e independencia del tribunal -dado que los jueces deben estar
desprovistos de prejuicios o de toma de posiciones subjetivas- y el principio
contradictorio, es decir, la disponibilidad de los medios de prueba y la
defensa técnica, con una igualdad sustancial entre las partes procesales para
que tuvieran idénticas posibilidades de influir equitativamente en el
resultado de la sentencia.
A mayor abundamiento, el Derecho Internacional regulaba las
relaciones entre Estados soberanos e independientes y, en el Tribunal de
Nüremberg, se sentaron personas físicas. El Juicio, pues, vino a quebrantar
los principios hasta entonces incólumes en los que se apoyaba el Derecho
Internacional, como eran los de soberanía de los Estados y el de paridad de
dichos entes.
Si el principio paritario quedaba hecho añicos, otro tanto
se puede decir sobre la falta total de imparcialidad aplicada en el Juicio,
pues los países vencedores se erigieron en jueces y parte al mismo tiempo,
animados e imbuidos por el odio y el rencor, en un juicio contra los vencidos.
La falta de imparcialidad fue la norma de aquella trágica simulación. Jueces y
acusaciones, eran todos ellos, exclusivamente, de las cuatro potencias
vencedoras. El Tribunal adolecía de lo más elemental que se puede exigir cuando
se imparte Justicia, sin cuyo requisito no puede atribuirse tal nombre a una
Corte: la monstruosa y acusada imparcialidad de los juzgadores, sin
posibilidad, por otra parte, de recusación por las víctimas dada su notoria
enemistad, a pesar de la constatación de que algunos de los jueces tenían un
pasado venal y corrupto. La inmensa mayoría de las personas que formaban parte
del Tribunal estaban manifiestamente predispuestas contra los imputados, bien
por razones políticas o por problemas raciales. Desde un principio no se
propusieron, quienes se ofrecieron a esa mascarada a la que eufemísticamente
calificaron de "juicio", a juzgar, sino que se limitaron a acusar, a
fustigar y a castigar, inventándose las normas inexistentes y ultrajando al
derecho de los pueblos civilizados. El bilioso bando de los vencedores, movidos
sólo por el ansia de la humillación y el escarmiento al vencido, con saña
inusitada, sin reparos en su perversa y criminal conducta y acción,
monopolizando la prueba, la instrucción, la acusación, el veredicto y la
ejecución, escenificaron y consumaron la mayor burla y el supremo escarnio
jurídico cometido, hasta entonces, contra la correcta Administración de
Justicia y el Derecho Internacional.
Ni un solo juez, jurista, fiscal, magistrado o verdugo de
los que intervinieron en Nüremberg lo fue de un país neutral durante la
conflagración. No interesaba, desde una posición neutral, enjuiciar, sino la
eliminación atropellada, rápida y sin garantías de los principales dirigentes
del III Reich, a toda costa, aún a riesgo de embadurnar para siempre, con un
tizón ya imborrable, la noción de justicia y de equidad.
Los interrogatorios de los acusados tuvieron lugar sin la
preceptiva asistencia letrada, por la prohibición impuesta de que sus abogados
defensores estuvieran presentes en los interrogatorios donde se les
incriminaba, ni se les reconoció el elemental derecho a no declararse
culpables, a no efectuar declaraciones en su perjuicio o, incluso, a presentar
durante la fase preliminar pruebas en su descargo. Ni siquiera se les permitió
elegir a sus propios abogados defensores y, algunos acusados, llegaron a tener
dos fiscales y ningún defensor. Se les sometió a torturas, como la de suministrarles
una escasa e insuficiente dieta, o la de privarles del sueño durante varias
noches para intentar arrancarles declaraciones en estado de somnolencia,
durante las varias horas sometidos a los interminables interrogatorios. A
Julius Streicher le arrancaron los dientes y, una vez inmovilizada la cabeza,
le escupieron en la boca. Como abogado se le designó a un judío, el Dr. Marx.
Muchos de los testigos fueron torturados, golpeados y
maltratados con métodos ignominiosos, como fue reconocido posteriormente por el
senador norteamericano Mc Carthy quien, en declaraciones a la prensa el 20 de
mayo de 1949, manifestó que "he escuchado a testigos y he leído
testimonios que prueban que los acusados fueron golpeados, maltratados y
torturados con métodos que no podían haberse originado sino en cerebros de
enfermos".
Entre los encargados de los interrogatorios encontramos
apellidos que delatan su etnia, su nariz, sus orejas y su religión, tales como
William R. Perl, Morris Ellowitz, Harry Thon, Kirschbaum o A. Rosentfeld, etc..
La sentencia estaba ya predeterminada y dictada antes de comenzar las sesiones.
Como resumió el mariscal Göring acertadamente "No era menester tanta
comedia para matarnos".
Otro senador norteamericano, Robert A Taft, comentaba:
"La muerte en la horca de estos diez hombres, es para América una lacra
que nos abrumará por mucho tiempo".
Muchas pruebas fueron falsificadas e, incluso, las
traducciones de innumerables documentos incorrectas, los documentos de
exoneración eliminados o desaparecidos cuando no tergiversados. Como piezas
acusatorias se utilizaron, en muchos casos, fotocopias de simples copias. Los
documentos originales no se aportaron al Tribunal,
Tampoco se pudo demostrar, porque no existía, una relación
clara y directa de los acusados con las imputaciones.
Mientras la acusación disponía de todos los documentos
confiscados para expurgarlos y manipularlos, la defensa tenía que limitarse,
exclusivamente, a su memoria para contradecir y contra argumentar. En
Nüremberg, en un juicio acelerado, nada serio y desquiciado, no existió ningún
peritaje fiable, ni testigos expertos y mucho menos prueba contrastada. Fue un
auténtico montaje.
Como acertadamente analiza Peter Kleista, en su obra
"El crimen jurídico de Nüremberg", no hubo principio de derecho que
no fuese pisoteado y apunta, entre otros, que no debiera jamás haber existido
castigo sin ley, que fueron sustraídos a su juez natural y que se hizo
responsables a personas ajenas a cualquier hecho de los que allí se invocaban en
tono político.
Además, en este caso, se introdujo, para mayor redundancia,
el concepto antijurídico de culpabilidad colectiva frente a la culpa y la
responsabilidad individual que hasta entonces había regido el derecho.
En el juicio no se escuchó ni un mínimo reproche al
"humanitario" sistema comunista, ni una sola reprimenda por los
excesos constantes cometidos por ingleses, franceses y americanos a lo largo
del conflicto mundial, hasta la traca final del mismo.
En Nüremberg se sentó otro principio antijurídico al admitir
que "el tribunal no habrá de verse trabado por reglas técnicas de la
prueba, sino que podrá admitir toda prueba testimonial que estime pueda tener
valor probatorio", lo que se tradujo en la práctica en la admisión de
escritos y anónimos de supuestos testigos que ni siquiera se ratificaron,
porque no lo consideraron necesario, ni fueron oídos los mismos testimoniar
bajo juramento, admitiéndose, además, como prueba por este sistema,
manifestaciones de meros conocimientos de oídas o dichos de terceros no
determinados.
El Tribunal, por mentira que parezca, no estaba sujeto a
reglas de evidencia, ya que estaba autorizado a admitir cualquier tipo de
elemento probatorio sin la necesaria verificación de fiabilidad ni de
veracidad, o, por el contrario, de rechazar cualquier documento exculpatorio
sin fundamentar su decisión. El mayor sarcasmo, en este ámbito, fue que
quedaban exentos de prueba aquellos hechos que el Tribunal a su arbitrio
considerase eufemísticamente “hechos reconocidos universalmente”, lo cual, en
el caso de los vencedores, no dejaba de ser una torva paradoja.
Hay que tener en cuenta y ponderar que los documentos de
convicción, probatorios de la inocencia de los acusados, estaban requisados
como botín de guerra y en poder de los acusadores quienes, con su incautación y
ocultación, no dejaron a las defensas tener acceso a los mismos, ni su
utilización en el procedimiento, a quienes podrían haber puesto de manifiesto
la enorme equivocación que se pretendía denodadamente cometer.
Existió en el Proceso una doble vara de medir. Mientras que
los fiscales intervenían las pruebas que pretendían aportar, la defensa, los
abogados, no tenían derecho a examinar ni a verificar los documentos que los
acusadores pretendían esgrimir.
El carrusel esquizofrénico de los vencedores llegaba al
paroxismo si tenemos en cuenta que, mientras se elaboraba en las Naciones
Unidas el texto de la Declaración de los Derechos Humanos, aquellos mismos eran
pisoteados y aplastados en el Juicio de Nüremberg, en los que se aplicaba la
pena de muerte frente al tan cacareado derecho a la vida; se vulneraba el
principio consagrado en lo relativo al derecho de los acusados a ser oídos
públicamente y con justicia por un tribunal independiente e imparcial o por el
derecho que se recoge en la declaración Universal de los Derechos Humanos que
nadie podrá ser condenado por actos u omisiones que, en el momento de
cometerse, no fueran delictivos según el derecho nacional e internacional, como
ocurrió en aquel siniestro proceso.
El fallo de la sentencia, de aquellos implacables y
sanguinarios sayones, fue inapelable. No se consideró, ni tan siquiera, la
posibilidad de poder recurrir la severa sentencia inapelable, dictada en los
efluvios de la venganza, a ninguna otra instancia superior para su posible
casación por infracción de Ley y por quebrantamiento de forma. Se negó en
rotundo la revisión de un juicio tan anómalo como aquel. La revancha debía ser
infalible.
Lo que resulta más chocante del juicio de Nüremberg es que
todos los cargos aducidos en la acusación sólo podían repercutir y ser
aplicables contra los alemanes, enrocándose los vencedores en la omisión de un
examen semejante a todos y cualquiera de sus actos por idénticas conductas o
inclusive mucho más peyorativas y perniciosas. Los vencedores, autores de las
mayores atrocidades, pero proclamándose inimputables a pesar de sus crímenes
manifiestos, se erigían, sin ninguna credencial, en juzgadores de los vencidos.
Los hechos imputados a una sola de las partes contendientes y sancionados con
la máxima dureza estaban justificados y amparados cuando los autores de los
mismos eran del bando de los juzgadores. Su catadura moral, al ver la paja en
el ojo ajeno y no percibir la viga en el propio, invalida de cualquier
autoridad a los actores de la mascarada escenificada en el proceso de
Nüremberg.
Ni una sola de las brutalidades y barbaridades perpetradas
por los Aliados, que bombardearon y asolaron poblaciones civiles e indefensas,
arrasando ciudades enteras sin valor estratégico, que quedaron calcinadas, con
sus terribles incursiones aéreas donde los objetivos indiscriminados eran las
mujeres, los niños y los ancianos, como fueron los casos, entre otros muchos,
de Dusseldorf, Berlín, Hamburgo, Bremen, Nüremberg, Colonia, Francfort o Dresde
-en esta última ciudad, por poner un ejemplo, en una sola jornada los
bombardeos eliminaron a trescientas cincuenta mil personas indefensas-. Ninguna
acción de los Aliados ha tenido, hasta la fecha, el merecido castigo. Nadie del
bando Aliado ha sido juzgado ni condenado por el uso y abuso en la utilización
de bombas incendiarias con sus devastadoras consecuencias entre la población.
Los crímenes perpetrados por el maquis francés han quedado impunes. Tampoco se
ha sentado en el banquillo a ningún responsable por el holocausto y el
genocidio del lanzamiento de la bomba atómica contra las ciudades de Hiroshima
y Nagasaki, carentes de interés militar y arrojadas en los estertores de la
guerra. Nunca se contempló enjuiciar la agresión de la Unión Soviética contra
Polonia o contra Finlandia, ni se castigó a las persistentes, reiteradas y
continuas violaciones de las convenciones Internacionales de la Haya y Ginebra
por el trato dado a los prisioneros de guerra por sus hordas. Hasta el día de
hoy nadie ha respondido por los crímenes de las fosas de Katyn, donde se
encontraron los cuerpos asesinados de más de quince mil soldados y oficiales
polacos, crimen perpetrado por una de las potencias vencedoras, la Unión
Soviética, y que era una de las que se sentaba en la mesa del Tribunal para
juzgar a los vencidos. Todas las vejaciones cometidas por los vencedores, por
repugnantes y aberrantes que hubiesen sido, han sido indultadas e
incomprensiblemente perdonadas.
Lo que dejó claro este proceso es que los vencedores no
estaban sometidos a las mismas leyes que los vencidos. Fue la apoteosis de la
hipocresía y el fariseísmo.
Con la perspectiva que da la lejanía en el tiempo ya
transcurrido ha quedado en evidencia que, el Juicio de Nüremberg, fue el
proceso vindicativo de los auténticos vencedores de la guerra, en la hora del
crepúsculo de Europa, que quedaba
dividida y atenazada entre el yugo
soviético y la usura occidental. Como con acierto y tino ya apuntó, en 1949, el
norteamericano A. O. Tittmann, en "The Nüremberg Trial"(8) al
manifestar: "no es sorprendente que el pensamiento de hacer un proceso
penal a los conductores de los pueblos vencidos proviene de un judío, del juez
Samuel I. Rosenman, el consejero extra-oficial de Roosevelt y más tarde de
Truman, él mismo en estrecha relación con Berhard Baruch... Rosenman y Jackson
tuvieron como colaborador para montar la parte americana del proceso a otro
judío, Sheldon Glück, que según el "Times" era consejero oficial de Jackson...Al
destruir los últimos jirones del derecho de gentes Jackson y sus colegas han
generado sucesos que atribularán horriblemente a su descendencia"
El fiscal británico Sir Hartley Shawcross, declaraba en
1948, a toro pasado: "El proceso de Nüremberg se ha transformado en una
farsa, me avergüenzo de haber sido acusador de Nüremberg como colega de estos
hombres, los rusos"; otro testimonio, de forma excepcional, son las
manifestaciones de un juez honesto norteamericano, Wennersturm, quien prefirió
dimitir de su cargo antes que participar en un acto tan ignominioso, por
considerar que su presencia en aquel escándalo jurídico hubiera sido una causa
de deshonor personal, y una mácula para la Justicia de su país, porque no pudo
soportar la prepotencia y arrogancia de los juzgadores y sus sentimientos de
venganza y, tras una serie de puntos explicativos de su decisión de abandonar
aquel aquelarre jurídico, terminaba diciendo: "si hubiera sabido siete
meses antes lo que pasaba en Nüremberg, entonces nunca hubiera ido allá"
Los encausados de Nüremberg fueron auténticos mártires de la
flagrante injusticia de un proceso sádico y contaminado. El "crimen"
de los vencidos no fue el desencadenamiento de una guerra que no iniciaron
-Alemania jamás declaró la guerra a Inglaterra ni a Francia y mucho menos a los
Estados Unidos-, porque históricamente sucedió todo lo contrario, sino el haber
perdido la partida, eso sí, heroicamente, combatiendo contra fuerzas
infinitamente más numerosas y tener que soportar el fatídico ¡Vae victis!
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