La prensa comenzó a hacerse eco de la maldición. Un reportero hizo una fotografía del sarcófago. Cuando la reveló, había una horripilante cara humana en lugar del pacífico rostro bellamente pintado en la madera. Se dice que, tras contemplar la imagen durante un rato, el fotógrafo se fue a casa y se pegó un tiro. Finalmente, el Museo Británico decidió desprenderse de la “Princesa”. Un coleccionista la compró y, tras la clásica cadena de muertes y desgracias, la encerró en el desván y buscó ayuda.
El llamamiento del asustado caballero fue atendido por Madame Helena Blavatski, toda una autoridad en el mundillo ocultista de principios del siglo XX. Nada más entrar en la casa sintió como una presencia maligna emanaba del desván. Descartó la idea del exorcismo y suplicó a su propietario que se deshiciera de ella con urgencia. ¿Pero quién, en toda Inglaterra, iba a querer comprar una momia maldita? Nadie. Afortunadamente, fuera del país surgió un comprador: un arqueólogo americano que achacó las desgracias a una cadena de casualidades. Se preparó el envío a Nueva York. La noche del 10 de abril de 1912, el propietario consignó los restos mortales de la princesa de Amon-Ra en un barco que se disponía a atravesar el Atlántico con dos mil doscientos veinticuatro pasajeros: el trasatlántico clase Olympic R.M.S. Titanic.
¿Leyendas? ¿Una serie de acontecimientos y casualidades frutos del azar? ¿O quizas… ?
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