lunes, 2 de abril de 2012
Transi: descomponiéndose hacia una nueva vida
El “transi”´ (de tránsito, una de cuyas acepciones es deceso o muerte) es una forma especial de escultura funeraria que llegaría a ser muy popular en el norte de Europa a principios del siglo XV. Estos monumentos funerarios son usuales en Gran Bretaña, pero también se los puede ver en algunas iglesias italianas; Andrea Bregno esculpió alguno de ellos, incluidos los del cardenal Alano en San Prassede; otros ejemplos son los del cardenal d’Acquasparta, en Santa María de Araceli, o la tumba del obispo Gonsalvi (1298). En este tipo de representaciones de bulto redondo, que procedían de fórmulas escultóricas anteriores, como los “yacentes” (gissants) se figuraban los honores y bienes terrenales del fallecido junto con su cuerpo en descomposición. Esta forma de concebir la tumba, desprovista de sus elementos más macabros, continuaría en uso hasta bien entrado el siglo XVII. Esta paulatina transformación o estilización se hizo patente en la tumba de Francisco I en la Abadía Real de Saint Denis, a las afueras de Paris: “las efigies del rey y la reina siguen representados como cadáveres desnudos, recién fallecidos, aunque sus cuerpos reposan sobre urnas de influencia romana, de marcado carácter ornamental.” El origen de esta peculiar forma de escultura funeraria se establece con la célebre efigie de la tumba del Cardenal Jean de LaGrange ( muerto en 1402) en Avignon; en ella se fijaron las primeras líneas del estilo del transi, que fue el final, en arquitectura monumental, de la representación habitual del fallecido en vida. El término transi puede ser aplicado también a un monumento que muestra únicamente el cadáver, sin efigie alguna de la persona viva. La cuestión de por qué esta forma tan singular de ornamentación funeraria fue desarrollada es bien compleja y las intenciones de sus creadores incomprensibles a duras penas para nosotros, poco acostumbrados como decíamos a la presencia de la muerte en nuestros hogares o en nuestro entorno social próximo. La gente que concibió el transi convivía a diario con plagas, el fantasma de la pestilencia y la enfermedad, con el horror del infierno. Para el hombre del medievo, la muerte era casi más real, física y presente que la propia vida. Se ha intentado probar en este sentido la influencia de las epidemias de peste sobre la visión de la muerte en la Edad Media y el primer Renacimiento, al margen de las raíces judeocristianas de la Europa medieval, que por sí solas constituírían una buena explicación. Estas formas extremas de la representación de la mortalidad en toda su crudeza servirían, seguramente, como recordatorio de la fugacidad de la existencia humana, una expresión sublime y tremenda del memento mori que prevenía a muchos, del pecado y la vida licenciosa. Eran asímismo una advertencia de que, independientemente de lo alto que fuera el estatus de una persona, cuán rica o poderosa fuese ésta, no había escape posible de la muerte, ni –desde una perspectiva cristiana– escape del alma a la balanza del Juicio Eterno. En estas tumbas quedaban reflejadas las ideas de contricción y humildad, constituyendo un índice terrible que señalaba a los vivos el camino hacia una conducta ejemplar. En algunos casos, el transi o escultura funeraria aparecía vinculada a los símbolos tradicionales de la Resurrección (Francois de la Sarra). En estos casos la representación clásica del individuo particular yacente en la tumba, se ha sustituido por la figura genérica de un cadáver que simbólicamente se asocia con la Resurrección –en el sentido de que el hueso es el ”núcleo duro” y, por ende, incorruptible o diamantino, en sentido figurado, frente a la carne, asociada desde la perspectiva cristiana al pecado y a la desintegración. Sin embargo, este tipo de monumentos, con un exigente programa escultórico, era muy costoso y sólo podría hacerse para personajes de la más alta nobleza, generalmente reyes, obispos o abades, porque se necesitaba una fortuna para costear los gastos de la tumba y además había que ser suficientemente poderoso para asegurarse un lugar en la catedral o la iglesia a la que se destinaría el sepulcro. Algunos de los transi eran tumbas dobles, para el rey y la reina (lo cual, curiosamente, nos remite de nuevo a algunos aspectos del simbolismo alquímico) Anteriormente a la aparición de este tipo de monumento funerario de gran verismo, el esqueleto –o, más ampliamente, el cadáver– se había considerado ligado a la idea de renovación y resurrección desde, al menos, tres ámbitos diferentes: como parte del lenguaje alquímico –donde se vincula con la nigredo, fase de putrefacción y desde un punto de vista bíblico, donde el cráneo y los huesos figuraban al tumba de Adán por un lado o la Resurrección de Cristo por otro. En el primer orden de cosas, muchos alquimistas creían que la meta primera de la Gran Obra era la regeneración espiritual del hombre; las imágenes de la tumba y la putrefacción se vinculan con esta idea general y enlazan con el simbolismo cristiano de la semilla sembrada en corrupción –el cadáver, la materia prima– y que resucita en gloria –el cuerpo sublimado–. Diversos autores herméticos subrayaban la imperiosa necesidad de la muerte y descomposición del cuerpo (metafóricamente, los ingredientes alquímicos) como preludio de la resurrección. Esta fase era llamada “nigredo” o también “Viejo Adán” y eran usualmente representados por un cadáver humano. Por otro lado, bajo la perspectiva cristiana, las parábolas del grano de trigo que cae en tierra (12,24) evocan este simbolismo del que hablamos: Dice San Pablo: ¡Necio! Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano, de trigo, por ejemplo o alguna otra semilla. Y Dios le da un cuerpo a su voluntad: a cada semilla un cuerpo peculiar (1 Co 15,35-38). Dice también: Se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual ” (15,44). En su forma más extendida, el transi duplicaba la figura del difunto, en un retrato personal y un cadáver; desde la óptica cristiana, esta duplicidad podría equipararse al concepto bíblico del Viejo y el Nuevo Adán –Cristo– que libera al primero, esto es al ser humano, del yugo del sufrimiento y la muerte. Estas extraordinarias obras de arte, aunque gozaron de popularidad hace siglos, se han ido perdiendo y cada vez son más raras, aunque se conservan algunos ejemplares espectaculares, especialmente en Gran Bretaña. Un ejemplo atípico pero excepcional de este tipo de monumento es el transi de René de Châlon en la Iglesia de Saint Peter in Bar-le-Duc, atribuido a Ligier Richier of Lorraine. En épocas recientes se han datado otros muchos ejemplos, cuyo origen se fija entre 1420 y 1480. Se estima en unos ciento cincuenta ejemplares más o menos bien conservados en Reino Unido y el resto de Europa; verdaderos hitos que podrían jalonar un fabuloso peregrinaje por el viejo mundo, una ocasión increíble para meditar largamente sobre el propósito –de haber alguno– de nuestra breve existencia.
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